Hugo Neira

La errancia

Un concepto clave para diversas culturas

La errancia
Hugo Neira
22 de mayo del 2023


A muchos les sorprenderá que invoque el concepto de errancia, al parecer adaptado a otras situaciones. No les faltará razón. La errancia como aventura real y metafísica ha estado asociada a la historia intelectual de Occidente, sin ella no se explica esa doble ruptura: Moisés dejando la seguridad de Egipto y Ulises recorriendo los mares por el cruel designio de los dioses. Ambos héroes fundadores. Pero la errancia explica también otros inicios. ¿No provienen los míticos hermanos Ayar de un lugar desconocido? ¿Acaso no viene de otro espacio el primer Inca y su esposa real? ¿No son símbolos de lo que la etnología comprueba, a saber, los desplazamientos en el tiempo de etnias y pueblos enteros? 

De la errancia hemos excluido a los pueblos indios. Sin embargo, un recalcitrante estereotipo persiste en verlos como pegados a la tierra, sedentarios, pese a que, en los decenios finales del siglo XX peruano, tomaron las ciudades andinas y costeñas (“las ojotas porfiadas” de las que hablara Jorge Basadre). La gran migración del campo a la ciudad, espectacular en el caso del Perú, no despertó de su somnolencia a los investigadores. Acaso las espléndidas páginas de Riva-Agüero ligan en exceso al hombre andino con el paisaje, como si este fuese solo naturaleza y no, en gran parte, historia, novedad, desde que llegara la oveja, las aves de corral, y las campanas de las iglesias de aldeas que también vinieron de fuera. La errancia es una geografía cambiante y excepcional aventura. Y en el fondo de los tiempos, hubo otros éxodos, otras migraciones.

Los andinos no son los únicos. Los aztecas dejaron atrás un reino magnífico, el de Tula, que no era el suyo. Tula, capital de los Toltecas, el lugar del rey filósofo Quetzalcóatl que se opuso a los sacrificios humanos, cae en el siglo XII. ¿Fueron los aztecas (mexicas) gente expulsada cuando caen los civilizados toltecas causantes, con otras tribus, de la misma caída? No lo sabemos, pero no fueron directamente hacia el valle del Anáhuac. Erraron miserablemente, muy próximos siempre a sus parientes tribales que los detestaban y trataban de chichimecas, de perros. Sus inicios fueron modestos, aunque luego inventaron sobre sí mismos —como todos los pueblos— su propia leyenda, ostentosa, teocrática. Según ella, los mexicas llegaron a la laguna que era casi una isla donde sobre un cactus se posaba un águila, cumpliendo un vaticinio. Menos poético, los feroces ancestros se detuvieron en un valle que combinaba la humedad de los pantanos y la altura de los volcanes, lo caliente y lo frío, es decir, un lugar estupendo, el templado valle de México. Desde donde dominaron. Alucinante historia de este pueblo que también se consideró pueblo elegido, no menos que el pueblo judío. Podemos imaginar la caravana del éxodo azteca bajando del norte, de las calcinadas tierras mexicanas a tierras más clementes, la larga hilera de excluidos, precedida por cinco sacerdotes que llevaban, interminablemente, sobre los hombros la efigie de la divinidad tribal, el feroz dios Huitzilopochtli. Tribu nómade por excelencia que luego transforma las humillaciones, el dolor de la amarga travesía, en una moral sin piedad, de vencedores crueles. Señores del valle central, del Anáhuac, los aztecas extendieron su dominación a todos los pueblos vecinos sin excepción. Tras la errancia, México-Tenochtitlan es ciudad de maravilla que admirarán otros intrusos, los españoles, que habían conocido nada menos que Constantinopla con la cual la comparan, como lo cuenta un guerrero que sabe escribir, el cronista Bernal Díaz del Castillo. El “imperio” azteca no fue tal sino una federación de tres ciudades-Estado: Tenochtitlan, Texcoco y Tacuba (Tlacopan hispanizado), conocida como La Triple Alianza. El orden azteca —la obligación de tributos, guerras rituales o “floridas”—, duró incontestablemente hasta que llegó Cortés, otro errante. Razón tuvo el tlatoani Moctezuma II de confundirlo con un emisario celeste de Quetzalcóatl, un juego de espejos de dónde proviene el error metafísico que llevó al desastre al poder azteca y que explica Maurice Duverger en un libro delicioso. Junto con esa civilización de libros plegables como los incunables chinos —los Códices—, y de muchas pirámides donde los reyes-sacerdotes observaron los cielos y trazaron calendarios más perfectos que los actuales: los mayas.

El llamado a la errancia existe en otras tradiciones. No quisiera alargar el presente texto, pero en el Mahabharata hindú —varias veces más extenso que La Ilíada (y acaso más vivo, con mayor número de escenificaciones) — no se inicia sino cuando los cinco Pandavas deben abandonar el reino en las manos de sus primos y exiliarse en compañía de la esposa común, Draupadi. En el Ramayana, el dios-hombre Rama debe exiliarse durante catorce años en compañía de Sitá, la esposa, en medio de la jungla donde será raptada por el demonio Ravana. No hay héroe que no haya errado ni se haya perdido. La mitología china también está llena de emperadores legendarios, todos viajeros, como Yu que, asesinado por el Emperador celeste, renace para multiplicarse, y recorre el país, héroe de la lucha contra las inundaciones, de la tierra contra el desorden de las aguas.

Lo que ocurre es que la tradición de la errancia occidental, estimulada por los mitos cristianos y la leyenda caballeresca, es más conocida desde Perceval, Lancelot, y el Santo Grial. Parte de una historia literaria específica, nacida alrededor del año 1200, pero parece corresponder a un programa que se repite, a una invariante del pensamiento humano. Si hebreo quiere decir “el que va al otro lado”, hacia el extraño, sea hombre o pasaje físico (literalmente, el que va a la otra orilla), esa vocación metafísica —el acto de atravesar pruebas para alcanzar o el país de la dicha (las islas afortunadas, El Dorado) o bajar a los infiernos (como en el héroe griego Teseo)—, es a la vez tradición judía y germánica. Acaso el lugar de coincidencia sea Pablo, fundador del cristianismo, cuyo deslumbramiento y conversión ocurren, y no por azar, en el curso de un viaje a Damasco. Siempre el viaje, el alejamiento voluntario, como si para alcanzar la trascendencia, el genius loci, la aldea o lo conocido no fuera el lugar adecuado. El Quijote es un hombre de la Mancha, es decir, de la llanura, del polvo y de la nada, un hombre perdido que solo se encuentra si cabalga. La novela moderna, desde el esquema inicial de Cervantes, es una experiencia siempre individual. Alguien rompe un espacio cerrado, ora la aldea de don Alonso Quijano, ora el laberinto de Londres con Dickens. O es evasión a una isla como en Robinson Crusoe, evasión que se vuelve prisión —acaso la mayor novela metafísica, hasta que llega Kafka—, entonces no hay isla feliz ni Mancha que conquistar, no salimos nunca del Castillo. Signo de una distante burocracia o de un Dios inaccesible, nunca lo sabremos.

“Caminar entre pinares, dejar la montaña atrás”, dice Nietzsche. El alma del viaje habita Wotan, la divinidad que desciende a tierra bajo los rasgos del héroe Siegfried, su alter ego humano, y si no viaja, dice Apollinaire, es un dios triste. Los personajes germánicos, de Novalis a Hölderlin, la música, de Schubert a Wagner y Mahler, erran, y sin duda Zaratustra, el maestro inquieto, cuya búsqueda es tanto del paraíso como del infierno. El romanticismo fue errancia. Y lo fue César Vallejo muriéndose en París, como Julio Ramón Ribeyro o Manuel Scorza. Siempre lo otro, lo lejano, el ailleurs de Garcilaso que escribe sobre el Cusco en su casa solariega de Córdoba adquirida tardíamente cuando hereda al rico tío paterno. Pero no regresa. Distante y cercano a la vez como Mario Vargas Llosa. Como el mismo que este texto escribe, como si la esfinge del Perú solo entregara sus secretos a aquellos de sus hijos que atraviesan las fronteras, como Abraham. Como si para ser no había que estar. Autodescubrirse. Hay tres millones de peruanos que viven la diáspora contemporánea, que no es reducible a llanas razones alimenticias. Siguen partiendo poetas y artistas, científicos y pensadores. Maldición o signo, es hora de interrogarse. La errancia lleva siglos.

No necesitamos un San Martín o un Bolívar sino un Mandela. Nuestro país es todavía el de los dos Perúes, el de las “dos repúblicas” del virreinato. No logramos construir la nación. Si el lector no lo conoce bien, digamos algo sobre Mandela. Es conocido y respetado por todo el planeta. Nacido en 1918 en Sudáfrica, fue un político excepcional. El primer presidente de color en el país de la segregación racial, el Apartheid. Era nacionalista y revolucionario, por su activismo lo condenaron a cadena perpetua en 1962. Un abogado que había pasado por cuatro universidades. Tras 27 años de cárcel y mediante la presión internacional, salió libre y sin rencor. No echó a los blancos (afrikáners) del poder cuando fue elegido Presidente de su país (1994-1999). Respetó el Estado de Derecho que se extendió a las poblaciones negras. Luchó por tener una nación y lo consiguió. Logró la reconciliación nacional, la meta principal de su mandato. Falleció el 5 de diciembre del 2013 en su casa, con 95 años. Para saber más sobre Mandela, hay que buscar los muchos libros que se encuentran en venta por internet porque San Marcos y la PUCP tienen muy pocos.

Hugo Neira
22 de mayo del 2023

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