Carlos Adrianzén

La epidemia del coronavirus y los elefantes blancos del Estado

Continuamos en emergencias y empobreciéndonos

La epidemia del coronavirus y los elefantes blancos del Estado
Carlos Adrianzén
09 de marzo del 2020


En este momento la epidemia del coronavirus es proceso en pleno desarrollo. Ergo, un fenómeno repleto de incertidumbres, locales y globales. Sobre la amenaza que enfoca sobre la sociedad peruana el ingreso local del virus COVID-19 y su desarrollo mediato se pueden escribir muchas cosas. Al fin de la semana pasada la cifra de infectados comprobados en el Perú era de siete, pero dadas las falencias de nuestros sistemas de sanidad y salud pública, el avance y escala de su impacto y es muy incierto y preocupante. Fríamente, anticipar hoy cuál sería su impacto sobre la economía nacional resulta un terreno resbaladizo, al menos bajo tres planos superpuestos:

  1. Dadas las expectativas de que una vacuna efectiva contra el COVID-19 pudiera estar operativa en no menos de doce meses, el impacto recesivo del virus sobre nuestros principales socios comerciales es una incógnita de escala significativa. Hoy simplemente, no es posible anticipar cuánto durará su epidemia global, ni cómo esto afectará a estas naciones y al resto de la economía global. Esta semana, las previsiones de crecimiento global para el 2020 sobre nuestra demanda externa se están revisando a la baja, dado el previsible impacto económico y financiero a nivel mundial, creando adicional incertidumbre y dañando las perspectivas del país a corto y mediano plazo. 
  2. Nótese que en las naciones donde los procesos de ralentización del crecimiento económico resultan previos a la epidemia (por ejemplo, el caso peruano desde el 2013), es previsible que los shocks negativos crezcan geométricamente, sino que se retroalimenten. Tal como sucedió en nuestro país el año 1983, con el fenómeno de El Niño, donde la pobrísima gerencia gubernamental del problema precipitó una severa recesión dicho año y el hundimiento del PBI potencial peruano por cerca de un quinquenio. 
  3. Es cierto, la transmisión global de la epidemia, la debilidad institucional de la plaza y las tendencias prevalecientes en esta potencian los efectos negativos, pero existe un plano adicional aún más inquietante. Y este implica su toxicidad sobre el comportamiento político del gobierno de turno, multiplicando tanto sus niveles de debilitamiento institucional (léase: corrupción burocrática) cuanto sus inclinaciones hacia la demagogia.

Nótese: la extrema incertidumbre despertada por la epidemia del COVID 19 puede ser usada como pretexto o como cortina de humo de los malos manejos internos. No es inteligente olvidar que, días antes del develamiento de los primeros casos de la epidemia COVID 19 en la China rural, la situación económica del país ya describía una plaza sudamericana que, si bien destacaba por sus índices de estabilidad y de riesgo país, se despintaba a la usanza de la Venezuela ochentera. Desde el 2012, crecía, invertía, comerciaba, captaba inversiones y reducía pobreza a ritmos menores cada año. 

Pero esto solo enfocaba parte de la foto. En materia de represión de libertades (regulación y cargas tributarias) y de respeto a la propiedad privada, los deterioros eran paralelos y significativos. Hoy no resulta perspicaz creer que las turbias elecciones congresales recientes –caracterizadas por su ausentismo y la ausencia de libertad de prensa o neutralidad burocrática– no han deteriorado la construcción de perfiles de riesgo político o la percepción de corrupción burocrática en nuestro país. Así las cosa, en un país que se acerca a celebrar su bicentenario, las malas noticias económicas hoy llegan con o sin un afilado COVID 19. 

De hecho, una epidemia controlada (similar a las de otros virus provenientes de la China en los últimos años), e incluso un contagio muy destructivo, podrían configurar el maquillaje o acompañamiento perfecto para quiebre definitivo de eso que todavía algunos llaman “el modelo” y que solo implicaría el acelerado retorno de socialismo-mercantilista, velasquista o chavista, como usted lo prefiera etiquetar.

Parece que esperan que –con la batahola del coronavirus– nadie se pregunte de qué escala es el dispendio de la Refinería Talara; o qué pasó realmente en Moquegua; y lo que es peor, que un sospechoso clon de la consultora que preparó el proyecto del Gasoducto Sur Peruano, para Odebrecht, termine recomendando que apostemos a embarcar al país en un nuevo contrato para el gasoducto de marras; con pérdidas millonarias y el subsecuente reinicio de políticas sectoriales al estilo de la dictadura velasquista y su símil en las desastrosas petroquímicas venezolana o boliviana. Solo comparando cifras verosímiles de la inversión requerida y los ingresos que generaría el transporte vía el gasoducto, encontraríamos que cerrar el negocio del gasoducto –que se deteriora día a día y genera un indeterminado daño ambiental– no soporta ni el escrutinio de un niño de jardín de la infancia.

Otra perlita del uso del COVID 19 implica –ceteris paribus– su valor distractivo para contrabandear reformas velasquistas (si a usted amiguito caviar le produce cierto cosquilloso resquemor el vocablo chavista). Estimados lectores: no sé si se atrevan a salir de su zona de confort o a dejar de cerrar los ojos. Hoy enfrentamos algo mucho más destructivo que una epidemia COVID 19 moderada. Hablamos de volvernos a empobrecer con elefantes blancos del Estado sin ninguna productividad como el Gasoducto Sur Peruano y la Refinería de Talara. De otra vez perder décadas y de que los ladrones otra vez queden impunes. Y téngalo bien claro, para defender e imponer este estropicio abundan las voces asalariadas, los mercaderes garrapata y los burócratas corruptos.

Carlos Adrianzén
09 de marzo del 2020

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