Carlos Adrianzén
La corrupción en el Perú
A mayor corrupción burocrática, mayor pobreza
Sobre la corrupción en el Perú se escribe y se ha escrito mucho. Sobre si se escribirá más o menos en el futuro cercano, me temo que no le puedo responder. Se escribe tan folklóricamente, que no me sorprendería que los lectores –no digo las mayorías– la lleguen a interiorizar como algo muy cotidiano o normal. Casi algo propio del paisaje.
A pesar de ello les escribo estas notas sobre la materia. Tengo la esperanza de que ellas le resulten útiles para comprenderla mejor y ponderar lo altamente destructiva que resulta.
La primera precisión que le sugeriría tener en cuenta es que el vocablo de marras tiene muchos usos y aserciones, de acuerdo al diccionario de la Real Academia Española y a los devenires de sociedades en abierta descomposición. Tanto en Latinoamérica, como fuera de ella. Sin embargo, dejando de lado algunos usos científicos alternativos, cuando en las discusiones cotidianas nos referimos a ella, usualmente enfocamos a su uso compuesto: la Corrupción Burocrática o la delincuencia de burócratas. Es decir, servidores públicos, electos o no electos, que pecuniaria y no pecuniariamente coimean, son coimeados o son cómplices silentes.
El uso completo del término “corrupción burocrática” nos recuerda algo que muchos –los burócratas corruptos; sus familias y amigos; sus afines ideológicos; los candidatos o aspirantes a ocupar un cargo público y los que anticipan medrar con alguno de ellos– detestan oír. Solo existe la Corrupción Burocrática porque algunos burócratas incumplen la ley. Coimean, son coimeados o son cómplices.
Entendámoslo, si ellos hubieran cumplido con la ley (y la ley refleje raciocinio), la corrupción burocrática no existiría. La existencia de privados que aceptan un chantaje burocrático o pretenden que se incumpla la ley solo nos señala a una manada de delincuentes. Aunque le escandalice leerlo, a más de dos millones de compatriotas les pagamos un sueldo para que la corrupción burocrática –rampante en el Perú actual– no exista. Ni un solo caso.
Entendiendo esta sencilla inferencia no le quedará más que reconocer lo obvio. La corrupción burocrática peruana resulta –esencialmente– un monumental caso de fracaso del Estado. Un fracaso inducido por reglas, prácticas de intervención estatal, de selección de personal y otros incentivos. Y esto es así en el Perú, en Latinoamérica y en el resto del planeta.
La primera Tabla-Gráfico de estas notas no puede darnos información más meridiana.
Si ordenamos por quintiles de deterioro, el sofisticado índice de percepción de la corrupción burocrática de Transparencia Internacional –esa pléyade de altamente rentables oenegés– para casi todo el planeta, encontraremos que muy pocas naciones (apenas 20 de 180) tienen bajos indicadores de percepción de corrupción burocrática (digamos se acercan al 80% de la cifra danesa el 2022).
Podríamos decir pues que –en estos tiempos de hipocresía progresista con Biden, Xi Jinping, Putin, Sánchez, Petro, Fernández, Lula, Diaz Canel, Boluarte, Maduro o Lopez Obrador– el planeta dibujaría hoy un festín de deterioro institucional en el grueso de sus aparatos burocráticos. El gráfico, no puede ser más cruel.
Pero, muy estimado lector, no vaya a caer en eso de que “mal de muchos, –resulte– consuelo de tontos”; y, sobre todo, tratemos de reenfocar el fenómeno con su inverso: “mal de tontos, consuelo de muchos”. Tal como lo muestran veinte naciones desarrolladas, se puede tener una percepción de corrupción burocrática casi nula. Hagámosle caso al escocés Adam Smith: en un sistema de libertad natural, el abuso –léase la opresión inflada política y económica desde la burocracia (pagada para servir)– es algo que los ciudadanos no deberíamos tolerar.
Pero con nuestra pobrísima y sesgada formación ciudadana, en el Perú actual el mercado es un malhechor. Podría decirse que como estamos históricamente acostumbrados a tolerar el abuso, también soportamos la corrupción de los burócratas que solventamos con nuestros impuestos. Eso de que robe… pero que haga obra.
Volviendo a la discusión peruana, caben descubrirse dos detalles. El primero nos refiere a que, con un abultado marco legal como el peruano casi todo rompe la ley. Agreguemos aquí que el no aplicar la ley –por coima, incapacidad factual, falta de formación técnica o simplemente por ideología (recordar los judicializados casos de Villarán o Castillo)– implica Corrupción Burocrática.
No es pues casual que la corrupción peruana resulte rampante (ver Gráfico-Tabla Dos).
Notemos –comparándonos con el tope factual el 2022, Dinamarca– lo profundamente corrupta que es hoy la burocracia peruana y latinoamericana. Y notemos también el tufillo ideológico del grueso de los librejos que escriben sobre corrupción burocrática repitiendo anécdotas, casos puntuales y algún que otro chisme, nunca afectando a quien los solventa. En estos escritos sucede que sus –ideológicamente afines– ladrones no existen. Bajo esta narrativa solo existe la corrupción burocrática en los gobiernos no ideológicamente afines. Este detalle cataliza –y hasta pretende justificar– ciertos episodios, fundamentalmente con gobiernos de izquierda.
Nótese como los casos de México, Bolivia, Nicaragua o Venezuela –con cifras de corrupción deplorables– son generosamente tratados en el grueso de los escritos sobre corrupción latinoamericana. Al mismo tiempo, recordemos que la agrupación de empresas constructoras que construyó el grueso de los edificios en Manhattan décadas atrás se etiquetó también como el Club de la Construcción.
Pero la corrupción burocrática es un veneno letal. En contra de lo que un narco presidente latinoamericano sostiene suelto de huesos, la prostitución institucional (en naciones de tan alta corrupción burocrática) es una fuente de desgracia política y económica. Lo prostituye todo y genera cada vez mayores niveles de pobreza. La Tabla–Gráfico Tres nos da una foto regional donde se contrasta que hoy, también en la región, los más corruptos resultan los más pobres.
No es casual que la izquierda se vea obligada a crear su propia narrativa, con sugestivas omisiones –o uso selectivo– en las estadísticas de Transparencia Internacional o el Banco Mundial. Nótese que omiten las pronunciadas cifras de corrupción burocrática de sus gobernantes afines para encubrirlos, mientras subrayan la corrupción burocrática de sus rivales, reforzando esta práctica con novelescos librejos sobre la materia.
Cerremos estas notas con tres observaciones. En ausencia de un entorno aberrantemente regulador, no existe corrupto bueno. Tampoco existe un burócrata corrupto, sin un debido proceso. No es pues casual que los casi todos los gobiernos en la región –usualmente siempre de centroizquierda o de izquierda– busquen la quiebra de la separación de poderes y se infle el botín estatal (mayores presupuestos y regulaciones).
Desprecie las narrativas ideologizadas y sus librejos. Revise las cifras. Nos descubren implacablemente.
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