Ignacio Blanco
La bala que atraviesa la democracia
La democracia debería permitir el disenso sin que se recurra a la violencia

El asesinato del joven político estadounidense Charlie Kirk es más que un crimen: es una grieta abierta en la arquitectura de la democracia de la potencia norteamericana. No porque Estados Unidos sea ajeno a la violencia —de hecho, es uno de los países con los índices más altos de muertes por armas de fuego—, sino porque su sistema institucional fue diseñado precisamente para que las diferencias políticas se resolvieran mediante el voto, el debate público y las urnas, no con disparos desde un edificio.
Aunque aún se investiga al autor material, las autoridades ya han calificado el hecho como un asesinato político. Y esa etiqueta debería encender las alarmas más allá de las fronteras norteamericanas, especialmente cuando este suceso se suma a otros crímenes similares ocurridos en los últimos años. En América Latina, el caso de Fernando Villavicencio en Ecuador (2023), o el del colombiano Miguel Uribe Turbay (2025), muerto tras sobrevivir a un atentado político, son algunos de los tristes eslabones de una realidad preocupante: la normalización de la violencia como forma de dirimir disputas políticas.
La violencia política en un sistema democrático es —o debería ser— una contradicción. En teoría, una democracia robusta ofrece canales institucionales suficientes para el debate y el desacuerdo: libertad de expresión, libertad de prensa, elecciones libres, separación de poderes, foros deliberativos. Por eso, los asesinatos políticos en contextos democráticos son un brutal llamado de atención. En una democracia, la política debería prescindir de la violencia porque se basa en la palabra, en el reconocimiento mutuo, y se ordena en un marco institucional que debería garantizar libertades, derechos y deberes.
Todo lo descrito falló el 10 de setiembre para Charly Kirk y su familia. ¿Por qué? ¿Qué hay detrás de este asesinato político? Entre las causas principales está, sin duda, la polarización extrema. A ello ha contribuido en gran medida el marco ideológico que exacerba el conflicto y lo impone como metodología de análisis de la realidad y también como curso de acción. Junto con la desinformación y la manipulación mediática, la polarización ha creado un cóctel peligroso que profundiza la hostilidad entre sectores políticos y sociales.
El momento en que un adversario deja de verse como un oponente político o ideológico para convertirse en un enemigo moral es el primer paso hacia la justificación de la violencia como medio legítimo. Y esto es síntoma de un mal más profundo: la deshumanización en nuestras sociedades, el abandono de principios y valores que sustentan nuestro modo de vida. Y ese es el origen del debilitamiento de la democracia como sistema: la desconexión con valores fundamentales. El sistema democrático, en ese estado de fragilidad, es capaz de engendrar males tan brutales como los totalitarismos.
El asesinato político no comienza con armas, sino con palabras deshumanizantes, con narrativas que excluyen y demonizan al otro, con el socavamiento del sentido común. La democracia no es perfecta, pero debería permitir siempre el disenso sin que se recurra a la violencia. El asesinato de Charlie Kirk es un recordatorio trágico de que, incluso en una democracia consolidada, todo puede fallar si olvidamos que la palabra debe valer más que la bala.
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