Miguel Rodriguez Sosa

Justicia como equidad

La justicia exige reconocer su sustento en la libertad individual

Justicia como equidad
Miguel Rodriguez Sosa
01 de abril del 2024


Si hay una noción que se ha llevado hasta el exceso en el mundo moderno es la de “justicia social”. La ONU dice que “se basa en la igualdad de oportunidades y en los derechos humanos, más allá del concepto tradicional de justicia legal (y) es imprescindible para que cada persona pueda desarrollar su máximo potencial y para una sociedad en paz”. Para la Corte Interamericana de DD.HH. “se define a través de los principios de dignidad humana, del bien común, de la solidaridad, la subsidiaridad, el destino universal de los bienes y el valor del trabajo humano, y su finalidad es inclinar al hombre a crear ciertas condiciones necesarias para su propia realización y la de los demás”.

Es revelador que tanto la ONU como la CIDH, importantes referentes sobre la noción de justicia, afirmen que “se basa en…” o “se define a través de…” sin arribar a un núcleo conceptual propio. ¿Tan difícil es mencionar a la cosa que se nombra por sus atributos descriptivos o prescriptivos? Tal vez sea porque la palabra justicia deviene de “un principio moral”. Este precepto tiene relación esencial con la definición clásica de Ulpiano, jurisconsulto romano (170-228 n. E.), para quien la justicia es “la constante y perpetua voluntad de dar su derecho a cada uno”, tal y como fue expresada en el Digestum y citada por Tomás de Aquino en su Summa Theologiae (s. XIII n. E.).

Las notas cardinales de la justicia son, desde entonces, la alteridad, es decir, la relación entre los sujetos, y la conformidad entre aquello que se pide y aquello que se da en esa relación. Así considerada, la justicia ha sido desde sus orígenes tanto moral (juicio humano) como social (interacción humana). La adjetivación añadida al sustantivo primigenio, que conforma la expresión “justicia social” es, pues, en principio, redundante. Esa expresión aparece con una denotación propiamente política en el siglo XIX asociada al tema de la llamada “cuestión social” en la época alboral del capitalismo industrial.

De hecho, una de sus primeras manifestaciones fue la del sacerdote jesuita italiano Luigi Taparelli en su libro Saggio teoretico di dritto naturale, appoggiato sul fatto (1843), considerando que “la justicia social debe igualar de hecho a todos los hombres en lo tocante a los derechos de humanidad”. Rápidamente fue adoptado por las doctrinas sociales que brotaban entonces, incluso por el socialismo en todas sus vertientes.

Surge así el contenido problemático de la justicia social, que de ser considerada como un “equilibrio reflexivo” basado en el reconocimiento de la desigualdad natural de los seres humanos, pasa a ser valorada como un ejercicio racional de discriminación positiva que entiende la justicia como igualdad, desvirtuando el noble concepto de equidad, y demanda enfrentar la distribución desigual de los bienes que debieran ser de todos.

Interesa saber que una de las exposiciones más radicales del igualitarismo que subyace a la noción de justicia social está presente en la idea de que “los bienes de este mundo están originalmente destinados a todos” (Sollicitudo rei sociales, Juan Pablo II). Una expresión que ninguna distancia guarda respecto del apotegma de Marx: “a cada cual según su necesidad”.

En el mundo de la vida material donde existimos, sin embargo, acontece que “los bienes de este mundo” no son directamente satisfactores de nuestras humanas necesidades, pues necesitan de su transformación en valores de uso. La relación productiva entre el trabajo y el capital ha hollado el surco profundo de los conflictos sociales respecto de esa producción y la apropiación de su producto. Fue a finales del siglo XIX que la justicia social aparece comprendiendo el atributo de la redistribución: justicia redistributiva, expresada como redistribución de la riqueza, luego como redistribución factorial de los ingresos en una sociedad. Se ideó dos agencias redistributivas: los impuestos (el Estado administra la redistribución de riqueza/ingresos de la sociedad en su conjunto por la vía de una coerción legal consentida, en favor de necesidades de ciertos sectores sociales); y la expropiación/apropiación de la riqueza o ingresos por vía compulsiva -revolucionaria- para remodelar esa distribución en una forma más igualitaria.

En ambos casos es el Estado la entidad encargada de la redistribución; lo que es radicalmente cuestionable porque el Estado no aporta valor alguno para los bienes que se producen en sociedad y, en los hechos, aun así son quienes administran el aparato estatal los que deciden el patrón de distribución.

Se ha zanjado la controversia acerca de si el mercado es o podría ser, por sí mismo, agente de redistribución de riqueza o ingreso. No lo ha conseguido. Por otra parte, hechos históricos de ciento cincuenta años muestran sin duda que la auto-redistribución social de la riqueza o los ingresos fue siempre y es una utopía confirmada desde la experiencia de la Comuna de París, en tanto que los hechos muestran también que la redistribución estatalizada constriñe con su igualitarismo segmentado, llamado colectivismo, las posibilidades del florecimiento de la individualidad humana.

De manera que la cuestión de la justicia social retoma su carácter primigenio, ese de “la constante y perpetua voluntad de dar su derecho a cada uno” por la vía de la alteridad retributiva. En este sentido, la justicia exige reconocer su sustento en la libertad individual.

En este punto corresponde afirmar que los seres humanos somos desiguales por naturaleza. Nacemos, por ejemplo, con diferentes inteligencias y con distinto cuantum de una misma inteligencia. En estricta justicia esa situación demanda de la sociedad humana una asignación desigual de oportunidades a los individuos: la desigualdad de oportunidades compensando, equilibrando, la desigualdad natural. Es el objeto de las decisiones ciudadanas sobre la “cosa pública”: la República.

La idea del des-igualitarismo presenta la virtud de buscar la equidad, que debe ser comprendida siempre como un trato diferenciado en cuanto a situaciones específicas, con el fin de lograr un mismo nivel en el ejercicio de derechos, pues todas las personas son sujetos sociales de derechos. Así, en esencia, la equidad es no sólo distinta de la igualdad sino contrapuesta a ella.

Si la justicia pretende la equidad, la República debe proveer desigualdad de medios a individuos desiguales, como compensación en orientación a la homeostasis social. No pretende la justicia, entonces, la redistribución de la riqueza ni de los ingresos en la sociedad, sino la asignación de oportunidades desiguales que promuevan el florecimiento de cada individuo humano al límite de sus capacidades.

El filósofo estadounidense John Bordley Rawls, profesor de filosofía política en la Universidad de Harvard y autor de la eminente Teoría de la Justicia (1971) ha sido quien proporciona el más ilustrativo aporte a la idea contemporánea de la justicia. Rawls la definió como la capacidad moral que tenemos para juzgar cosas como justas, apoyar esos juicios en razones, actuar de acuerdo con ellos y desear que otros actúen de igual modo.

Rawls piensa la justicia como equidad, no como igualdad. La diferencia es extremadamente gravitante al asentarse en dos principios: el primero, cada individuo debe tener un derecho igual en el marco extenso de libertades básicas compatible con libertades para otros (principio de la libertad); el segundo, las desigualdades sociales y económicas deben de resolverse consiguiendo que todas los individuos bajo justas oportunidades actúen de manera que resulte en el mayor beneficio de los miembros con menos capacidades de generar su propio bienestar en la sociedad (principio de la diferencia).

El concepto de justicia propuesto por Rawls ofrece una solución razonable y equilibrada al problema de la “justicia redistributiva”; de hecho, rompe con la noción de justicia social con su tendencia al igualitarismo y se propone asegurar que lo que Rawls llama “ventajas amenazadoras” (privilegios sociales preexistentes, poder político de facto, talentos superiores) permitan a ciertos individuos obtener para sí más de lo que es justo: equitativo, equilibrado, moralmente sustentable.

El pensamiento de Rawls ataca la noción cristiano-socialista y seudo-liberal de justicia social, al imponer el principio de la libertad sobre el principio de la diferencia, reconociendo que es éste el sustento de la equidad distinto de la igualdad.

La justicia equitativa liquida la noción de justicia social (redistributiva) que pone la agencia de la redistribución en manos del Estado y no de los propios ciudadanos de la sociedad humana. Dicho en otras palabras: la equidad como realización de la justicia sólo es posible por la acción ciudadana, esa entidad abstracta en la que los individuos pueden florecer en sus desiguales capacidades, en un proceso morigerado por el juicio moral de lo que es justo.

Cae por su peso que el concepto de justicia equitativa basado en el principio de libertad deja sin objeto a cualquier tentación de igualitarismo, que es siempre un rasero favorable a quienes están dotados de las menores capacidades para el florecimiento humano. Supone abominar de la pobreza como situación material carencial y, desde luego, deja sin espacio la doctrina cristiana descarriada de “la opción preferencial por los pobres”, evangelio de los igualitaristas que históricamente ha decantado (la experiencia del “socialismo realmente existente”) en la imposición del Estado sobre el individuo al que se le niega o restringe su condición de ciudadano.

Con el discurso del “solidarismo” se acepta que la sociedad necesita la supervisión de una entidad superior: el Estado, esa agencia redistributiva que los intonsos contaminados por la idea de justicia social la creen imparcial tal y como se expresa en su ilusión mítica de democracia. Los individuos humanos no necesitamos de sentimientos benévolos hacia los otros, sino del juicio moral que nos permita establecer en la acción social lo que por equidad nos corresponda de los valores producidos. Eso es lo que los “ingenieros sociales” con tantas etiquetas rechazan aceptar y proponer. Es que, claro, si lo hicieran ¿dónde enraizaría su vocación a “ajustar” los individuos a su idea de justicia social?

Miguel Rodriguez Sosa
01 de abril del 2024

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