Aldo Llanos
Iglesia y derechos humanos (II)
La génesis de la Declaración de 1789

A diferencia de los eventos anteriores, la Declaración de 1789 fue dada en circunstancias totalmente distintas. El contexto fue la Revolución Francesa que se desarrolló en clara confrontación al orden social cristiano imperante. Por ejemplo, el límite para las libertades de los individuos ahora sería fijado por los legisladores y ya no por referencias a un mandato trascendente, y, ahora se entendía que la vida social alcanzaba su fin, no en el bien común ligado a la salvación propia del orden social cristiano sino, en la convergencia de los intereses individuales.
En efecto. El proyecto ilustrado se sustenta en el principio de autodeterminación secular en clara contraposición al ordenamiento social del antiguo régimen, en donde el poder eclesiástico detentaba la recta interpretación del orden social bajo la cual el orden monárquico organizaba a sus súbditos. Es aquí donde nacen todas las críticas que el tradicionalismo católico hace al orden social moderno calificándose a sí mismos como “contrarrevolucionarios”.
Habíamos dicho en la entrega anterior, que desde el s. XVIII, la Iglesia Católica ha tenido una serie de encuentros y desencuentros con los llamados Derechos Humanos y el ordenamiento que emana de estos, cosa que pareciera no tener fin de momento ya que, bajo el principio de autodeterminación, cada vez más se exigen y surgen nuevos derechos que se contraponen de plano a la visión cristiana del hombre.
Sin embargo, la Iglesia Católica, de un modo u otro, siempre estuvo en relación con la génesis de la Declaración de 1789.
Todo empieza con el inicio de funciones de la Asamblea Nacional Constituyente, el 4 de julio de 1789. En esta, se empezaron a presentar diversos proyectos para el tránsito de la monarquía hacia el Estado y para redactar los derechos de los hombres dentro de este. Destacaron dos: el proyecto de Jean Joseph Mounier, experto en derecho constitucional inglés y quién propuso una monarquía constitucional donde el rey tenía derecho a veto y un senado donde los escaños serían hereditarios, y el de Gilbert du Motier, marqués de La Fayette, quién habiendo participado en la guerra de independencia norteamericana, llevó a Thomas Jefferson como su principal asesor. Tal y como lo describimos la semana pasada, por el origen de las influencias, estos proyectos no eran en principio tan seculares. Es más, hasta el presidente de la comisión de la Asamblea destinada para examinar todos los proyectos era el arzobispo de Burdeos, Jérôme Champion de Cicé, quién formaba parte del clero que apostaba por participar en la elaboración de una declaración de derechos de alcance universal.
Es comprensible la apuesta de Monseñor Jérôme, como la de muchos otros clérigos, ya que, debido a las grandes diferencias sociales que se vivieron en los años previos a la revolución, buscaron dotarlos de un nuevo marco jurídico a los más pobres. Sin embargo, uno de los más férreos opositores a redactar una declaración de derechos del hombre, fue el hermano de monseñor, el también obispo pero de la diócesis de Auxerre, Jean Baptiste Champion de Cicé, argumentando que una declaración de ese tipo, jamás funcionaría precisamente por estar en un país con profundas brechas socioeconómicas que constituyen el caldo de cultivo ideal para nuevas revoluciones y por ende, para la continua redacción de dicha declaración con todo lo que ello supondría: la internalización de la idea de que los derechos de los hombres no son permanentes en el tiempo, sino, cambiantes de acuerdo a las circunstancias.
En un intento desesperado por mantener la inspiración cristiana en una eventual declaración de derechos del hombre, otro constituyente, el obispo de Langres, César Guillaume de Luzerne, había solicitado la tolerancia civil a los protestantes para evitar las confrontaciones suscitadas hasta ese momento y pensar en una alianza social de orden práctico. Tal y como hoy ocurre.
Por otro lado, laicos como el conservador Jean Nicolás Démeunier o el polémico Emmanuel Henri Louis Alexandre de Launay, conde de Antraigues, defendieron la idea que los derechos del hombre redactados en clave secular, no tendrían porque ser contrarias a la fe cristiana sino, por el contrario, eran una bendición divina ya que esta garantizaba la igualdad de todos los hombres.
Aún así, tanto laicos como clérigos católicos participantes del debate para la aprobación del proyecto ganador, no dudaron en mostrar sus reservas ante proyectos que no hacían sustentar los derechos del hombre en el Dios de los cristianos, intentando clarificar qué significaba sostener los derechos del hombre en su “naturaleza”.
En esos momentos, se hizo famoso el discurso de Henri Baptiste Grégoire, quién siendo constituyente y párroco en el pueblo de Emberménil, solicitó que además de redactados los derechos del hombre, debía redactarse una declaración de deberes. Esto fue secundado por Claude Antoine de Béziade, marqués d´Avaray, quién redactó un proyecto de deberes cuyo primer artículo decía: “todo francés debe respetar a Dios, a la religión y a sus ministros; no debe perturbar nunca el culto público”. Otro proyecto de declaración de deberes que acompañase a la declaración de derechos del hombre, fue presentado por el abogado y canonista Armand Gaston Camus, quién contó con el apoyo de otro asambleísta, el obispo de Chartres, Jean Baptiste de Lubersac, quiénes, ante una eventual exclusión de referencias a Dios y a la religión católica en la declaración de derechos del hombre, vieron en el aparejamiento con una declaración de deberes, una salida a las posiciones secularistas más radicales.
Mientras tanto, otros clérigos asambleístas como Francois Lambert de Bonnefoy y conservadores como Trophime Gerard, marqués de Lally-Tollendal, seguían peleando por una referencia explícita a Dios y al rol tutelar de la religión en el proyecto ganador de declaración de derechos del hombre que finalmente tendría que ser sometido a votación.
¿Quiénes estuvieron en el otro bando y por qué terminaron imponiéndose?
(Continuará)
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