Francisco Swett

Historias de la peste

Desde la medieval Muerte Negra hasta el Covid-19

Historias de la peste
Francisco Swett
23 de marzo del 2020

 

En 1348 la peste bubónica arribó a Europa; seis años después, la mitad de sus habitantes habían perecido. Fue un bacilo, Pasteurella pestis, el transmisor de la peste bubónica que había habitado por tiempos inmemoriales en la sangre de animales como las ratas y en el estómago de pulgas. Desde sus orígenes ignotos fueron fenómenos climáticos los que provocaron, primero, la explosión en la población de roedores y, luego, la escasez de alimentos; determinaron así la migración de los animales desde las regiones sur y centrales de Asia hacia las rutas de comercio de las especies que se desplazaban por esos parajes hacia Bagdad y luego, procediendo por Armenia, hacia la península de Crimea donde los genoveses, navegantes y comerciantes por naturaleza, habían establecido sus bases de compra e intercambio con las que abastecían los mercados de Europa.

La historia, repleta de paralelos que ilustran nuestra realidad presente siguió, entonces como hoy, la huella de los humanos y de los intereses económicos. Los genoveses se altercaron con los tártaros que poblaban la Crimea, desatándose una guerra que llevó a los europeos a buscar refugio en la localidad costera de Feodosia, donde fueron sitiados. Los tártaros, presas de la peste, hubieron de retirarse no sin antes catapultar cadáveres infectados al interior de la fortaleza, lo que inició el contagio que asolaría Europa por tres ocasiones en los siguientes quinientos años.

El hombre medieval, a diferencia del actual, estaba desposeído totalmente del conocimiento que la ciencia médica ha acumulado en estos casi siete siglos. Pero, aun cuando la información y los remedios están al alcance, hay grandes grupos de la población que, sumidos en la ignorancia, continúan viviendo en el medioevo. La levedad que caracteriza a todas las eras de la raza humana (basta recordar a Sodoma y Gomorra), hace del control social de emergencia una tarea inmanejable. El contagio que un solo portador mal intencionado, despreocupado o ignorante puede provocar es fenomenal, como lo evidencia el famoso “paciente 31” de Corea que se estima infectó a mil personas.

Malthus está vigente. No obstante la bonanza económica que precedió a la Muerte Negra, como se la conoce, las grandes mayorías vivían en la frontera de la supervivencia. Sometidos a cualquier contingencia de sequía, inundaciones, terremotos o guerras, eran presa inmediata de las catástrofes. Las condiciones de higiene y aseo eran precarias y no existían sistemas de salud pública o previsión. Eran mundos aparte que convivían entre las minorías poseídas y las desposeídas, configurando un cuadro de contrastes conocido en nuestro presente. La economía, dependiente como era de la agricultura, podría haber sostenido el incremento poblacional, pero no fue así por las imperfecciones del mercado, el vasallaje y la falta de capitales para ampliar la producción.

Hoy la realidad es opuesta. Subsiste el hedonismo, la despreocupación, la cartelización social y económica pero los estándares presentes son tales que el consumo global rebasa las posibilidades de regeneración del planeta. Se calcula que en un año calendario los recursos de la producción sustentable se agotan en siete meses. El resultado es la contaminación, el hacinamiento, el desperdicio de los alimentos mientras otros pasan hambre, y el calentamiento global. En tales circunstancias la naturaleza activa su profilaxis, como lo demuestran las seis desapariciones de vida en los diferentes períodos de nuestra existencia geológica.

En 1348 la peste avanzaba a la velocidad de las ratas migrantes y de los veleros comerciantes. Hoy en día lo hace a la velocidad de desplazamiento de los aviones que surcan los cielos del planeta y transportan a los vectores de la pandemia por todos los confines geográficos en pocas horas. Tal como lo describió Boccaccio en El Decamerón, establecieron cordones sanitarios, cerraron las fronteras, tapiaron a familias enteras en sus casas (estuvieren o no enfermos), cayeron gobiernos, quebró el comercio y se extinguieron economías; se encendieron los ánimos y cabalgaron los jinetes del apocalipsis. Cada familia quedó diezmada a la mitad, los cadáveres se descomponían en las calles y eran presa de los perros hambrientos; la muerte era para muchos el ansiado descanso. Las procesiones tenían el efecto de propagar la infección y los portentos celestiales anunciaban que Dios estaba, como lo podría estar hoy, enfadado con el género humano. La Muerte Negra no reconoció fronteras; pasó por los pueblos como el Ángel Vengador de Moisés y eventualmente retornó a su estado latente.

El Covid-19 también pasará, luego de haber producido la devastación que ya ha ocasionado. Es uno más de los ciclos de la historia y la experiencia nos debería enseñar que vivimos en un ecosistema de fino equilibrio donde, como lo dice el enunciado de la teoría del caos, el aletear de una mariposa en el Amazonas influencia lo que ocurre en Extremo Oriente y Norteamérica. Es el imperio de la entropía, y somos sus vasallos.

 

Francisco Swett
23 de marzo del 2020

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