Carlos Hakansson
Golpes de Estado y madurez democrática
La clase política debe poner fin a los ciclos de inestabilidad
A lo largo de nuestra historia republicana, los golpes de Estado han operado como una suerte de "reinicio" jurídico y político, motivados por diversas razones: un continuo desgobierno a inicios de la república, la falta de un acuerdo fundamental sobre la forma de Estado y gobierno, carecer de institucionalidad democrática para aceptar resultados electorales, o como un atajo para implementar reformas estructurales sin contar con mayorías parlamentarias.
Los golpes de Estado producidos, especialmente durante los siglos XIX y XX, han dejado una profunda huella en nuestra comunidad política, dificultando su madurez para resolver los problemas mediante las herramientas democráticas. En otras palabras, han evidenciado una incapacidad persistente para resolver problemas coyunturales respetando los estándares democráticos y el imperio del Derecho. Esta falta de apego a sus principios y reglas ha perpetuado ciclos de inestabilidad y una débil institucionalidad.
Desde la inconstitucional disolución del Congreso el 29 de septiembre de 2019, avalada por una discutida demanda competencial, hemos entrado en una espiral de eventos que han agravado aún más la crisis política. Este panorama se ha complicado por factores como la polarización ideológica que limita la capacidad policial para combatir la delincuencia, la judicialización de la política controlada por actores externos al aparato estatal, y la progresiva erosión del blindaje constitucional a la presidencia de la República (artículo 117 CP). Estos elementos han dificultado la recuperación de la estabilidad y la gobernabilidad necesarias para una democracia funcional.
No obstante, apelar nuevamente a golpes como una solución para "reiniciar" el sistema no solo es impropio, sino anacrónico y también contraproducente. La democracia no se construye a través de atajos; requiere tiempo, compromiso y un respeto sostenido a su marco constitucional. Este marco, al admitir principios y reglas sujetas a ensayo y error, permite ajustes a través de enmiendas que refuercen su legitimidad. Las denominadas "primaveras democráticas", que traen esperanza, pero son efímeras, no bastan para el aprendizaje político; son como los campos que permanecen verdes sólo mientras llueve. Por el contrario, la verdadera institucionalidad debe parecerse a las raíces profundas del algarrobo, capaces de resistir y sostenerse en el tiempo.
La inédita continuidad democrática que hemos experimentado entre 2001 y 2024, marcada por tres presidentes transitorios, cinco jefes de Estado electos y tres sucesiones presidenciales originadas en períodos de crisis, no será suficiente para superar este ciclo mientras no se haga justicia frente a los responsables de los constantes quiebres institucionales; además, es imprescindible un pacto político que garantice el respeto a reglas de juego claras y consensuadas.
Buscar soluciones a través de figuras mesiánicas, gestores empresariales sin visión política, líderes populistas carentes de sustento, o progresistas disfrazados de estadistas no resolverá la crisis. Por el contrario, perpetuará un estado de cosas aún más grave y difícil de resolver. La democracia se cura en democracia: con instituciones fuertes, un sistema de justicia sólido y, sobre todo, una clase política capaz de forjar acuerdos fundamentales para el bienestar general. Por eso, resulta importante tener la convicción que sólo mediante este camino será posible construir una democracia cuya clase política aprenda a poner fin a los ciclos de inestabilidad, arraigándose como un sistema sólido y duradero.
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