Ángel Delgado Silva

Fantasmas del pasado que asoman al presente

El resurgimiento de nacionalismos y guerras de religión

Fantasmas del pasado que asoman al presente
Ángel Delgado Silva
02 de noviembre del 2017

En la introducción a su libro Sobre el olvidado siglo XX —ensayos redactados entre 1994 y 2006— Tony Judt advierte la escasa conciencia que tenemos de los hechos acaecidos en el pasado reciente. Como si la espectacularidad de la caída del Muro de Berlín, en 1989, hubiera provocado una conmoción que se traduce en la apertura a una época distinta, en la que se ocultan los significados de lo anteriormente sucedido.

En consecuencia, las guerras, los totalitarismos, las ideologías que dividían al mundo, con la subsiguiente amenaza nuclear y demás calamidades del pasado siglo, han sido percibidas como arcaísmos de tiempos remotos. Y, en esa medida, incapaces de poseer una gravitación sustantiva en el futuro que se viene tejiendo, en el nuevo milenio. Tanto así que Francis Fukuyama alcanzó, entonces, una fugaz celebridad con su ensayo “¿El fin de la historia?”, en el que, siguiendo a Hegel, postula una etapa de la humanidad que habría superado los fundamentos de los conflictos que la han desgarrado inmemorialmente.

En efecto, se pensaba que la política —ante el cúmulo de desvaríos y arbitrariedades cometidos— renunciaba a los fundamentalismos que la volvían letal e incandescente. Y, en simultáneo, la economía asumiría un rol dominante a través de una administración que con habilidad corrigiera las desigualdades y problemas que pudieran suscitarse.

En este horizonte de globalización inexorable, pensamiento único, hegemonía absoluta del mercado, triunfo indiscutido de la democracia liberal y políticas articuladas por consensos de todo tipo, no debería haber lugar para fenómenos tan extravagantes como los nacionalismos y las guerras de religión.

Y, sin embargo, ¡existen! –parafraseando a Galileo—. Pero no como remanentes de años superados, cuestión explicable en sí. Para sorpresa general, poseen un ímpetu colosal expresado en la fuerza, lo reiterado y la violencia desmedida, que entrañan. Como si hubieran fugado de pretéritas centurias, ataviados con furia ancestral, pero sin duda renovada. Y claro, por motivos que escapan a la racionalidad moderna.

 

Del nacionalismo exacerbado y pasional ya hemos probado sus frutos más amargos. El colapso del comunismo, saludado por muchos, engendró de inmediato un genocidio a gran escala en las guerras que siguieron a la descomposición de Yugoslavia y en la fallida independencia de Chechenia, al interior de la Rusia que ponía fin al imperio soviético. La violencia exacerbada, incluyendo los crímenes contra la población civil, nos trae a la memoria los momentos más escalofriantes de las dos Guerras Mundiales.

Y mientras se hunden las ideologías seculares, las confrontaciones del presente siglo XXI se alimentan del fundamentalismo religioso, en sus versiones más alucinadas, sectarias e intolerantes, como acontece en el Oriente Medio. Las humillaciones, matanzas y desamparo en naciones que fueron por décadas víctimas del colonialismo, parecen encontrar un cauce perverso en el terrorismo más perfilado. Como, por ejemplo, el promovido por el Estado islámico, que no ha vacilado en destrozar comunidades enteras en Siria e Irak, en nombre de la fe. Y que hoy constituye una amenaza real y de primer orden para todo Occidente.

Si creíamos que tales cosas solo surgían en otros universos culturales, geográficos y étnicos, demasiado lejanos de nuestra experiencia histórica, la crisis española por el independentismo de Cataluña viene a demostrar hasta qué punto los fantasmas del pasado tienen entidad propia, arraigo genuino e inédita vitalidad, en la médula, el espíritu y las contradicciones que atraviesan nuestro tiempo.

Más vale que abandonemos, cuanto antes, esa visión idílica, engañosa y somnífera, que nos ha alejado de nuestro cercano siglo XX. Es mejor tener conciencia de que todavía no hemos salido de su órbita controversial y que aún somos tributarios de su deletérea carga. De ese modo no seremos sorprendidos y contaremos con respuestas más certeras y eficaces para afrontar los complejos desafíos del presente.

Lamentablemente, las concepciones moralistas que han venido a sustituir a la interpretación política, que inscriben todo lo que no captan ni entienden en un imaginario “eje del mal”, no solo fallan en las explicaciones. Principalmente vierten más combustible en las hogueras que se vienen esparciendo por todo nuestro mundo.

 

Ángel Delgado Silva

Ángel Delgado Silva
02 de noviembre del 2017

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