Octavio Vinces

Examen de autoconciencia

Examen de autoconciencia
Octavio Vinces
07 de octubre del 2014

Crítica moralizante es una vía para la autocracia, profundamente más corrupta

En el arranque de la saga de El padrino, de Francis Ford Coppola, Vito Corleone y sus hombres cercanos no paran de trabajar frenéticamente al interior de su oficina, mientras en los exteriores de la misma casa se desarrolla una magnífica celebración por el matrimonio de su hija Connie. Desde el punto de vista del espectador, lo que está sucediendo en la oficina es de tal tensión e interés que largamente opaca la ostentosa fiesta, más allá incluso de la sorpresiva aparición de esa evocación casi explícita de Frank Sinatra que es el personaje de Johnny Fontaine.

El brillante teórico argentino Ángel Faretta afirma, con notable acierto, que con El padrino comienza lo que él denomina la «autoconciencia del cine». Esto quiere decir que a partir de la saga de Coppola, el cine no necesita de otro referente cultural distinto al propio cine. Faretta llega incluso a afirmar que dentro de la película puede trazarse un paralelo entre la mafia y la industria de Hollywood, a la que describe como una operación diseñada por judíos y católicos para contrarrestar el poder anglosajón y protestante. Pero esta autoconciencia también tiene que ver, entre otras cosas, con la percepción de quien maneja el poder y lo expone sin mayores reparos. Los asistentes a la fiesta del matrimonio de Connie Corleone no son ajenos al hecho de que lo que está sucediendo en la oficina constituye el verdadero sustento de la celebración, y de muchas otras cosas sumamente importantes para sus vidas. Es así que varios de ellos —incluido el propio Johnny Fontaine, quien acababa de desatar la euforia de las adolescentes—, pasan por la oficina del padrino para rendirle sus respetos y pedirle sus favores.

Puede haber habido algo parecido a esta «autoconciencia» en quienes respondieron en una reciente encuesta que votarían por el candidato a la alcaldía de Lima que «roba pero hace obra». ¿Quiere decir esto que la mayoría de los electores de nuestra ciudad, que en efecto votaron el pasado domingo por el candidato ganador, carecen de principios éticos o son simplemente amorales? ¿O es que lo que sucede en realidad es que la mayoría no puede creer que alguno de los candidatos no haya robado o no vaya a robar?

Lo cierto es que en la percepción de muchos ciudadanos el ejercicio del poder está indisolublemente unido, por lo menos, al otorgamiento de algunos favoritismos y a la repartición de ciertas prebendas. Esto ya es corrupción, qué duda cabe. De ahí que resulten un tanto fastidiosas y carentes de realismo las proclamas en pos de la propia moralidad de algún candidato. Concretamente, en estas elecciones municipales estas sólo lograron convencer a poco más del diez por ciento de electores. Es como si lo único que importara a una mayoría evidentemente pragmática, es que la fiesta sea buena. Pero para que así sea, es indispensable el trabajo que se hace en la oficina.

¿Es viable una democracia con semejante nivel de cinismo? Es preciso responder, con mucho pesar, que tiene que serlo. La crítica moralizante —el sentimiento antipolítico, el reformismo contestatario— es una vía para la autocracia, profundamente más corrupta e ineficaz. Y sin posibilidad de alternancia ni de retorno.

Por Octavio Vinces 
(7 - oct - 2014)

Octavio Vinces
07 de octubre del 2014

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