Hugo Neira

Enrique Bernales. La muerte de un justo

Se enfrentó a todo aquello que pudiera perjudicar al país

Enrique Bernales. La muerte de un justo
Hugo Neira
26 de noviembre del 2018

 

Enrique Bernales ha muerto. Lo sabíamos enfermo, pero amigos, familiares y sus alumnos y colegas lo habíamos visto luchar contra el cáncer y reponerse. Lo creímos ya salvado, daba clases y llevaba una gorrita para cubrir la caída de cabellos tras una quimioterapia. Pero lo hemos perdido. Defunción o deceso, ningún hombre escapa a esa cita, por eso la llamamos fallecimiento, óbito. Pero también es cierto que nos preguntamos qué es lo que expira. Con Bernales se apaga la voz de un justo.

Era un gran constitucionalista, eso todos lo sabemos. Pero algo más. Fue acaso su profunda fe católica lo que lo había llevado a actuar, en los meses previos al súbito desenlace, como un misionero, de esos franciscanos del siglo XVI que trataban de proteger a los indígenas de los males que les imponían los conquistadores. Hoy día son otros conquistadores los que imponen formas sinuosas de dominación, de moda.

En los últimos días de Bernales en vida, acaso corriendo riesgos de salud, aceptó repetidas veces ir a canales de televisión y diarios. Entrevistas que no eran para lucirse. Ya había sido senador en las cámaras que Fujimori cierra en 1992. Se pronunció sin tapujos —pero sin odios ni insultos— «sobre el evidente tráfico de influencias y corrupción en el sistema de justicia». Pueden escucharlo en Youtube. «Si hay algún órgano que realmente está podrido es justamente todo lo que se refiere al sistema de administración de justicia».

El Perú actual atraviesa lo que se llama un clima político. Una gran crisis que alcanza al pensamiento de toda una nación, tanto como convulsiones sociales y políticas. Enrique Bernales estuvo por encima de las hordas del anti o el pro. Entre su voz y la de los maniqueos, hubo un infranqueable abismo. Lo suyo fue un patriotismo constitucional. No a favor de tal o cual partido, y menos de una camarilla en el poder. Flota sobre Lima una negra nube de ambición de un poder sin límites. Para eso, ya no se necesitan tanques.

Bernales no está. La pena suele ser mayor cuando se pierde para una nación entera una garantía jurídica y moral. Es el caso. Mientras estaba en vida, por mi parte, sentía que había alguien que no solo impugnaba un sistema podrido de arriba abajo, sino que se preguntaba por el papel social de los juristas. Bernales amaba intensamente el derecho y la legalidad no le parecía, como a muchos, una suerte de supraestructura. No era marxista, no le daba importancia a modos de producción y otros determinismos. Por cierto, le importaba el pueblo y sus sufrimientos. Pero en esta hora dolorosa, hay que decirlo, era un cristiano social, un católico con principios republicanos. Y por eso le importaba del Poder Judicial, su «virtualidad práctica».

Me explico. Los comportamientos del Poder Judicial tienen efectos positivos y también negativos, y moldean la realidad misma. Si se nos pudre, es como un ser humano que pierde su columna vertebral. Entonces Enrique Bernales estaba en contra del delito y la corrupción, pero sin por ello pasar de un abismo a otro. Hoy, en medios y en universidades, se hallan apóstoles del irracionalismo y la inquisición. Pero quien siembra vientos, cosecha tempestades. La misma maquinaria de represión se puede tornar contra otros «-ismos», para gobernar autocráticamente.

Le he llamado en setiembre un «justo». Sobre el justo hay un paradigma, el filósofo Cassirer. De eso conversábamos con Bernales. Y hablamos de la República de Weimar, justamente la de los años treinta, del siglo XX. Cassirer escucha en 1939 decir «que la justicia y el derecho es lo que sirve al Führer», y dice: «Si mañana todos nuestros prestigiosos juristas no se alzan como un solo hombre para protestar contra esa arenga, Alemania está perdida». Bernales-el-justo muere enfrentando todo aquello que no solo puede perjudicar a la vida republicana presente, sino a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros hijos. De buscar un inca, en los días de Flores Galindo, estamos pasando a buscar un Führer.

La idea dominante en el presente clima político, es que se puede y se debe combatir el mal con el mal mismo. Eso es la preventiva. Un golpe de gracia al presunto delincuente y hablan hasta por los codos los secuaces para salvarse. Pero ese sistema desmantela las leyes y el principio mismo del respeto al individuo. ¿Y si se dicen mentiras? ¿Qué habrá sentido Enrique Bernales cuando se allana un estudio de abogados y cuando un cardenal nos injuria? Monseñor, no defendemos ninguna inmunidad sino el derecho de los individuos a no ser sentenciados a priori. Para eso nuestros mayores hicieron la Independencia. La Inquisición, la cerramos. Usted ayuda a resucitarla en este valle de lágrimas.

Desde Nueva York, Max Hernández me envía este mail. «Lo que era Quique está en el poema de Kavafis sobre los defensores de la Termópilas». Lo busco y encuentro lo que sigue. Honor a aquellos que en sus vidas / se dieron por tarea el defender Termópilas. / Que del deber nunca se apartan; / justos y rectos en todas sus acciones, / pero también con piedad y clemencia. Pero cómo termina el poema, es que los medos (los enemigos de los griegos) de todos modos pasaron. ¿Se dan cuenta del presagio de Max? Vencerá el vicio, la maña, el enredo judicial. Triunfa, a fin de cuentas, nuestra mayor ideología: la pendejada.

«Pobre del árbol caído en el Perú. Pobre del débil, de quien pide ayuda. Pobre del fatigado, de quien siente miedo. Pobre del pobre en el Perú. Pobre de quien no puede pagar sus deudas. Pobre de la campana sin campanario. Pobre del inocente sin testigos en el Perú» (Guillermo Thorndike).

 

Hugo Neira
26 de noviembre del 2018

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