Cecilia Bákula

El pecado de amar a Dios

Gobierno insiste en mantener cerrados los templos

El pecado de amar a Dios
Cecilia Bákula
28 de febrero del 2021


¡Cómo han cambiado los tiempos! Hace unas décadas, amar a Dios no solo era bien visto, sino también se consideraba natural, necesario, correcto. Y ello más allá de la obligación propia de la reciprocidad entre el ser humano y su creador. Digo “amar” a Dios porque ese amor genera relaciones mutuas: la de Él que se abaja y la nuestra que busca elevarse. Para ello, más allá de la acción del hombre en solitario, necesitamos poder asistir a nuestros templos. Será, pues, que ya nos hemos olvidado de esa contundente frase: “No solo de pan vive el hombre...”.

Hablar de Dios no está de moda, y seguramente se considera “políticamente incorrecto”. Pero la verdad es que todos los seres humanos, lo reconozcan o no, lo mediten o no, somos seres creados que necesitan volver la mirada al creador, al omnipotente, porque no nos bastamos en nosotros mismos. El ser humano tiene “sed de eternidad” y ha sido creado para trascender.

Recientemente estamos viendo una perversa tendencia a creer que el hombre puede ser dios o que Dios no es necesario. Por ello, vuelvo a insistir en el tema del cierre de los templos. Hace unas semanas me permití hacer un comentario que titulé “Confinamiento religioso”, que estaba relacionado con las disposiciones gubernamentales de imponer una nueva cuarentena. La hemos respetado y, como se ha verificado un pequeño descenso en las cifras dramáticas de muerte y contagio, se han establecido nuevas pautas de conducta social. 

Quiero pensar que esas decisiones están amparadas en la buena voluntad y en el estudio de las experiencias que el país viene acumulando a lo largo de casi un año, en el que vivimos esta tragedia sanitaria, económica y política. No obstante, me percato también de que se ha aprendido poco de esos 12 meses de dolor, y que se repiten las normas y las conductas.

A partir de mañana habrá un incremento en el aforo de espacios y lugares de servicios que podrían ser necesarios, como también lo son los templos. Los restaurantes pueden recibir hasta un 30% y se ha decretado un aforo del 40% para las peluquerías, spas, barberías y afines. Espacios cerrados, como las salas de los museos (cierto es que los he extrañado) al igual que las bibliotecas (reconozco que me han hecho falta) y otros espacios culturales pueden abrir sus puertas con una capacidad del 30%. Bien por lo que ello significa.

Pero, los templos no están considerados ni siquiera con un aforo mínimo. Me pregunto: ¿Por qué? ¿Será que es pecado, un demérito, amar a Dios, necesitar y desear ser parte de los actos litúrgicos asociados al culto? ¿Será esa una maniobra para intentar quebrar la fe de muchos, de muchísimos peruanos?

La “Iglesia” (ecclesia), como su nombre lo indica, es congregación, unión, reunión de los llamados, de los convocados. Y si bien desde siempre la “iglesia doméstica” ha sido pilar y sustento de la fe, la práctica religiosa requiere del contacto (no solo virtual) entre los fieles y los pastores en comunidad. Los fieles necesitan acercarse a los sacramentos, a la Eucaristía, a la misa dominical. Somos un pueblo paciente, pero no podemos resignarnos a este especial maltrato, exclusión y marginación.

Se ha dicho y demostrado que en los templos se cumplieron con obediente precisión todas las medidas de protección que se había impuesto. Inclusive, se pedía a los asistentes el uso permanente no solo de mascarilla, sino también de protector facial, entre otros cuidados. No obstante, nada ha sido suficientemente convincente para las autoridades que, desde su “solio gubernamental”, desconocen o pretenden desconocer que el pueblo tiene muchas otras necesidades espirituales que han de ser atendidas. Digo mal, porque no hay capacidad ni para atender lo indispensable como es el oxígeno; mejor diré que no hay empatía suficiente para reconocer y aceptar que una gran mayoría de peruanos piden la apertura de los templos porque tienen deseos y necesidades del alma, que no se satisfacen de otra manera.

Parece, pues, que el pecado de amar a Dios es tan grave que merece una sanción colectiva. Pero la sociedad que vive o pretende vivir a espaldas de Dios, es cada vez menos humana y, por lo tanto, está sujeta a un triste fin.

Cecilia Bákula
28 de febrero del 2021

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