Manuel Gago

El juez sin rostro

El juez sin rostro
Manuel Gago
08 de octubre del 2017

Bajo la vigilancia de “mil ojos y mil oídos”

 

Es 1987 y Vicente ya es juez. Abogado por la universidad de San Marcos, la más “antigua y representativa” de Perú, llegó a Lima luego de terminar el colegio en Piura. En ese mar de provincianos encontró su espacio y se volvió avispado, criollo, con calle y sin un pelo de tonto. Con todo quedó lelo, de una sola pieza. Perdió el habla y se acobardó. Se achicó. Sabía que tarde o temprano llegaría ese momento y no estuvo preparado. No fue previsor, no miró el futuro, no le dijo al presidente de su corte lo que podría venir más adelante. Y no le quedó otra cosa que acceder y someterse. Está acorralado, a merced de otros.

 

— Ábrelo en la oficina de tu amigo el juez —le dice la joven al periodista Juan, con frialdad y sin mirarlo a los ojos, sin el rostro maquillado, sin ninguna gracia ni coquetería que le dé alguna luz.

 

Para asegurarse de que no será extraviado, Juan guarda el sobre recibido en el bolsillo de su casaca. Los “mil ojos y mil oídos” del partido lo podrían estar vigilando. Al rato llega fatigado al despacho de la autoridad, entre Pachitea y Calixto, jirones inundados de orines de los parroquianos que vienen y van de Huancayo. Espera apretando el sobre con su mano, en una antesala que acelera su impaciencia y curiosidad por saber qué hay en el sobre, que luego será abierto en silencio y sin testigos. Solo Juan y Vicente, casi a oscuras, en una penumbra acondicionada para el momento. Cada uno se muerde sus labios recriminando sus temores. Cuchichean sin argumentar. Están atrapados y no hay a quién pedir auxilio. Qué vergüenza. El tremendo juez y el tremendo periodista arrinconados como corderitos indefensos, a merced de quien no tiene nombre ni cara, y es inubicable.

 

El arrogante juez se queda solo en esa media oscuridad, preparada para leer la orden que había llegado por intermedio de su amigo el periodista. Queda desprovisto de su flema autoritaria, sin saber cómo confrontar al “partido” que se atrevió a instalarse en su despacho para ejercer justicia por intermedio de él.

De pronto, al juez se le afloja el estómago y se vuelve humano. Qué rara forma de reaccionar tiene el cuerpo frente a las adversidades, dirá más adelante. Ha dejado de ser inequívoco, implacable y autosuficiente. Guarda el sobre, se acomoda la corbata y se limpia el sudor frío para ordenar a la secretaria que todos los expedientes registrados a la fecha, sin que falte uno, deben estar en su escritorio de inmediato.

 

Las semanas transcurren y las entregas de sobres se repiten una y otra vez. La coacción ha dado resultados. Después del primero ya no hay susto. Sólo esperar callados. El juez ya tiene un rostro útil para la demencial ideología sin rostros. Es la ficha importante para los planes de la siniestra organización terrorista. Maldiciendo su mala suerte mientras sus pestilencias aparecen de la nada en el inodoro, recuerda al apóstol Pablo, para disculpar alguna culpa: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Eso hago”.

 

Los nombres de los primeros siete, y de los siguiente que se pierden de la cuenta, terminan cada uno con una resolución simple y cínica: capturarlos con pistola y dinamita no es suficiente prueba que amerite la consolidación de un hecho delictivo.

 

Manuel Gago

 

Manuel Gago
08 de octubre del 2017

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