J. Eduardo Ponce Vivanco
El caudillo y el pueblo
Último capítulo del “Posicionamiento Permanente” de Maxi Aguiar

“El pueblo soy yo”, título del editorial de El Comercio de ayer, invita a revisar conceptos que inspiraron las peores plagas populistas del siglo XX. Descarto que las palabras de nuestro mandatario vayan más allá de una retórica alentada por asesores peligrosos (de simpatías peronistas), pero la identificación del “yo” con el pueblo, y los constantes estímulos presidenciales para que ese pueblo responda con consignas antidemocráticas como ¡cierre el Congreso! no pueden ser tomados a la ligera porque recuerdan la ideología nefasta de una Alemania en la que nociones como “comunidad de un pueblo” (Volksgemeinschaft) o “el pueblo que se hacía a sí mismo” (Volkwerdung) justificaron lo injustificable. El pueblo no es la voz de Dios. Peor aún, los demagogos pueden convertirla en la voz del demonio cuando la utilizan como pretexto para manipular el poder.
La sencillez y sonora convicción del Presidente Vizcarra han concitado simpatías que lo exoneran de culpa por las graves contradicciones entre sus actitudes y sus palabras. Repite y repite que se apega a la Constitución y a la independencia de poderes cada vez que hace lo contrario mediante proyectos de legislación o declaraciones y críticas sobre otros poderes e instituciones del Estado. Se ensaña con el Congreso, atribuyéndole pecados del Ejecutivo y acusándolo frente al pueblo y, en ocasiones, en ceremonias de las Fuerzas Armadas. También se beneficia de una inmerecida indulgencia cuando incurre en engaños claudicantes como el de la reunión sobre Tía María en Arequipa.
Actúa como si la responsabilidad de la gestión gubernamental no fuera la competencia fundamental del Ejecutivo para superar problemas endémicos como la pobreza y la ineficiencia del sector público en la construcción de infraestructura o la prestación de servicios de seguridad, salud o educación. Si tales tareas requirieran la colaboración del Legislativo, lo que corresponde al Ejecutivo es esforzarse para lograrla y ser consciente que la confrontación y la ofensa llevan en sentido contrario. Son razonamientos tan simples que inducen a sospechar una inacción intencional para empeorar los problemas existentes (en la economía, por ejemplo) y achacarlos a la obstrucción política del Congreso, orientando las protestas en su contra. Es incorrecto pretender que estamos mejor que otros a pesar de la guerra comercial USA/China, ignorando que podríamos estar mucho mejor si el gobierno no siguiera trabando inversiones mineras potentes y limpias.
El destape de la chocante corrupción del sistema de justicia hizo que Vizcarra olvide ese “!Basta de confrontación!” que lanzó en su primer Mensaje a la Nación. Prefiriendo el rédito fácil de la lucha anticorrupción, se convirtió en el enemigo número uno de la mayoría parlamentaria que lo encumbró a la presidencia por la renuncia de PPK. Sembró vientos para cosechar (calculadamente) tempestades y culpabilizar al Congreso tanto por sus falencias y errores como por la ineficacia de la gestión pública que compete al Ejecutivo. La ingobernabilidad que nos paraliza es consecuencia del enfrentamiento maquinado para reforzar la popularidad del Presidente, y culpabilizar a la mayoría opositora.
El adelanto de elecciones es el plan de escape. El presidente ofrece su propio cuello encabezando el popular “que se vayan todos”, sin importar los costos constitucionales ni la incertidumbre destructiva que produce este brebaje mágico. Las encuestas aplauden el gesto de desprendimiento generoso, comparándolo con la actitud intransigente del Congreso. No les importa, por cierto, que los que vengan sean seguramente peores que los que se vayan.
El Presidente del Congreso propone una agenda positiva para una reunión cumbre que el Jefe de Estado condiciona a la aceptación de las elecciones adelantadas que planteó, y que comportan una reforma constitucional para que los parlamentarios también incumplan el mandato para el que fueron elegidos. La crispación y ofuscación son tan agudas que ni siquiera se ha considerado la limpia y salomónica propuesta de Lourdes Flores (ignorada por el propio Canal 8 donde la planteó): Si Vizcarra y Olaechea no se entendieran, acordarían elevar la discordia al Tribunal Constitucional, comprometiéndose a aceptar su dictamen. Además de fortalecer nuestra debilitada institucionalidad, un acuerdo tan civilizado no solo permitiría superar el conflicto de poderes sino que estimularía la cooperación Ejecutivo-Legislativo que debería caracterizar su relación en beneficio de ese Perú que, según pregonan, debería estar siempre primero.
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