Ángel Delgado Silva

El antifujimorismo como coartada

Modernos fariseos tratando de no ser investigados

El antifujimorismo como coartada
Ángel Delgado Silva
23 de noviembre del 2017

La esquizofrenia que domina el debate político actual tiende a trastocarlo todo, obnubilando el entendimiento ciudadano. Asistimos a una carrera que apuesta por encender pasiones —especialmente las más febriles y truculentas— abandonando el intercambio racional de puntos de vista. Por eso la violencia acompaña al verbo que debiera comunicar, los odios mórbidos proliferan por doquier y falacias de pacotilla, ataviadas de verdades absolutas, terminan acaparando la esfera pública con la mayor naturalidad.

En este escenario tan dislocado vienen ocurriendo las cosas más insólitas. El mundo aparece de cabeza y las palabras emancipadas de sus significados ya no son referentes sólidos. Rescatar lo verdadero entre aquella jungla de engañifas será cada vez más difícil. La realidad ha adquirido una faz fantasmagórica, en la medida que se renuncia a la transparencia y al dictado de los hechos.

Sorprenden, en particular, los giros extraños y retorcidos que se vienen dando en la conducta política de rechazo al fujimorismo. Originalmente esta tenía una marcada inspiración democrática y moral, frente al poder dictatorial y corrupto de los años noventa del pasado siglo. La fortaleza de dicha idea no desaparece ni se debilita en los años posteriores. Y a pesar de los esfuerzos por distanciarse de este lúgubre pasado, la candidatura fujimorista no logró imponerse a rivales endebles y precarios, en las elecciones del 2012 y 2016.

 

Se puede discutir si este vasto y objetivo sentimiento de repudio responde a principios altruistas. O si, más bien, expresa aquella cólera fanatizada e intransigente, que a lo largo de nuestra procelosa historia política ha polarizado al país, con todas sus nefastas consecuencias. Repasemos, si no, las pasiones desatadas contra el Apra desde la revolución de Trujillo, en 1932, que tiñeron con sangre la arena política nacional por varias décadas.

No tengo el propósito de reflexionar, por ahora, sobre estas agitadas corrientes subterráneas que configuran nuestro cuerpo político y, quizás, nuestro ser nacional. Solo quiero decir que la antropología política del Perú contemporáneo revela que estas tensiones sociales responden a visiones ideologizadas, cuasi religiosas, producto de un estado de ánimo que ha reducido el quehacer político a una conflagración entre enemigos; en lugar de adversarios, como exige la política democrática.

 

Reconocer estos comportamientos irracionales y violentistas en la opinión pública peruana, es más que admitir un hecho (lamentable sí, pero cierto). Nos servirá, especialmente, para identificar y comprender el trasiego de un antifujimorismo ideológico hacia otro antifujimorismo mercantil, que asoma con nitidez en estos días.

 

Resulta que cuando las investigaciones del caso Lava Jato empiezan a revelar nombres y descubrir pistas que comprometen a encumbrados personajes políticos, así como poderosos intereses económico-empresariales, observamos absortos el surgimiento de un antifujimorismo de nuevo tipo. Pero esta vez no se trata de una vindicta democrática, sino de una oportunista coartada para ocultar crímenes de corrupción.

Es muy curioso que funcionarios que trabajaron, sin hacer asco, para la dictadura; que periodistas y medios de comunicación infatigables en loar a Fujimori y su Gobierno, en medio de los peores psicosociales; y empresas que se enriquecieron por las trapacerías y granjerías de la época, hayan asumido un discurso que siempre les fue ajeno. Sí pues, ahora los tenemos aupados al bando antifujimorista, pontificando sobre la democracia, cuando antes apuntalaron la autocracia. Ahora buscan asustar a la población con un supuesto golpe de Estado parlamentario, pero esconden su apoyo a la quiebra constitucional del 5 de abril de 1992.

Estos modernos fariseos son los actuales campeones del antifujimorismo. Ninguna convicción los anima, claro está. Es sólo un treta para no ser investigados, una argucia para no rendir cuentas a la Nación, un medio de defensa para burlar la justicia. Y nos quieren hacer creer que cada pedido de explicaciones y cualquier acción indagatoria son espurias maniobras del fujimorismo, aprovechando la ingenuidad de algunos que únicamente ven la política en blanco y negro.

Pareciera que han logrado ganar a los organismos jurisdiccionales, justamente encargados de investigar y condenarlos, eventualmente. Por eso el fiscal de la Nación, un cargo pasible de ser objeto de acusación constitucional y juicio política —según los arts. 99º y 100º de la Constitución— amotina al Ministerio Público y gestiona la solidaridad del Poder Judicial y otras instituciones del Estado, a raíz de que hay en curso una denuncia en su contra. Es decir, pretende no ser responsable de sus actos, a pesar del inmenso poder que ostenta, en última instancia, por mandato del pueblo.

Este proceder transgrede la constitucionalidad pues defiende privilegios, como el no comparecer, inexistentes en un Estado democrático. Pero no nos confundamos: no estamos ante una pugna de poderes estatales, como se quiere hacer creer. Tan solo ante el ocultamiento de la corrupción pública —de prebendas mercantilista, de negocios en contra del Estado— lamentablemente habida en estos tiempos de hegemonía democrática.

Ángel Delgado Silva
23 de noviembre del 2017

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