Discurso y crisis económica

El discurso representa la manifestación del pensamiento, y éste se transforma en acciones. El 2011 gran parte del electorado fue cautivado por el mensaje emitido por el entonces candidato Ollanta Humala, quien planteó la disyuntiva “el agua o el oro”, logró captar la atención de un sector del electorado a su favor y la consecuencia fue la suspensión del proyecto Conga. Una de las mayores inversiones de capitales conjuntos –nacionales y extranjeros– que por entonces hubiese significado un gran impulso para la economía regional (Cajamarca) y nacional. 

Algo similar ocurrió con el proyecto Tía María, en la provincia de Islay (región Arequipa), que terminó involuntariamente formando parte de la coyuntura política electoral, en lugar de proponerse el desarrollo conjunto de actividades económicas tan relevantes como la agricultura y la minería, entre otras.

Al 2011, el Producto Bruto Interno (PBI) del Perú se expandía como promedio 8% anual. A la culminación del período gubernamental, el 2016, el PBI se expandía por debajo de su potencial 4%. Lo que representa en términos sociales menos oportunidades de empleo formal, incremento de la informalidad y limitadas posibilidades para reducir la pobreza.

La expansión del PBI grafica la evolución de la economía nacional, si esta es positiva la disponibilidad de recursos para financiar el desarrollo socio-productivo será mayor. No obstante, se priorizó la coyuntura en vez del establecimiento y consolidación de una política minera con visión de futuro en beneficio del estado.

La disconformidad de la ciudadanía se incrementa porque luego de reducirse la pobreza monetaria de manera significativa, pasando de más del 60% a alrededor del 20% de la población en situación de pobreza en el 2019, hoy se encuentra por encima del 30%. Las explicaciones de este incremento son múltiples, pero la principal está referida a los desaciertos o a la ausencia de decisiones de políticas adecuadas más allá de la pandemia. Decisiones que generan más dudas que certezas diluyen las expectativas que los inversionistas tenían respecto de la economía nacional, por lo tanto, redireccionan sus capitales hacia otros destinos. 

Asimismo, debemos tener presente que el Perú no es el único productor de metales o de productos de agroexportación, pues muchos de ellos pueden ser producidos por otros países. En el caso de la agroindustria, el impacto del discurso político se concretó en el cambio normativo y el resultado ha sido el redireccionamiento de las inversiones hacia otros destinos. En otras palabras, los inversionistas internacionales no esperan que un país supere sus desencuentros, simplemente toman acciones para garantizar el mayor retorno posible de sus capitales, quien pierde la oportunidad es el país que los ahuyenta.

Posteriormente, en 2016, cuando la presidencia era disputada por dos opciones que expresaban su convencimiento en favor del libre mercado y la competencia como estímulo para los agentes económicos, otra vez el Perú pierde el rumbo. Se enfocó en hechos que pudiendo ser reales y plausibles de judicialización, no debieron ser puestos sobre los intereses nacionales de largo plazo.

La vorágine política otra vez dilató la toma de decisiones gubernamentales frente al desarrollo de proyectos mineros que, querámoslo o no, son el motor del crecimiento. Además, estos proyectos son ejecutados empleando la más moderna tecnología, más amigable al ambiente y representarán un gran impulso para la economía actualmente recesada.

Cuando el sector privado minero expresa su disposición para invertir más de US$ 50,000 millones, lo que está afirmando es su deseo de contribuir con la superación de la recesión en el menor plazo posible para pasar a una etapa expansiva. Lo que requiere el Perú, en general, es la toma de decisión de sus autoridades.