Eduardo Zapata
Decencia
Imprescindible en la gestión pública

La inteligente educadora argentina Emilia Ferreiro solía decir que no puede ser objeto escolar aquello que previamente no es un objeto social valorado y apreciado. El fracaso en las escuelas de diferentes campañas bien intencionadas, destinadas a la promoción de valores, no constituye un acaso. Los exiguos logros alcanzados por las instituciones dedicadas a la prevención del consumo de drogas tampoco.
Y a pesar de esta afirmación, persistimos en hacer de nuestras calles y ciudades una negación —dramáticamente ejemplar— de todo aquello que la bien intencionada escuela proclama. La escuela de la calle –con sus amplificadores mediáticos, que rinden casi siempre culto a los mismos valores— nos enseña la inexistencia de valores básicos para la convivencia civilizada: propiedad, trabajo, producción y productividad, así como del valor del dinero entendido como mecanismo de intercambio por un servicio o bien ofrecido. Demás está decir que el valor de la libertad, debidamente entendida, también está ausente.
No hagamos más malabarismo verbal o matemático ni nos empeñemos en multiplicar sesudos diagnósticos. Por lo demás, y casi siempre, estos son formulados por quienes ya tuvieron la responsabilidad de hacer frente a la crisis. La ciudadanía exige acciones. Mientras tanto, la ciudad sigue siendo el reino del antivalor. Y, admitámoslo, es la escuela auténtica de niños, adolescentes y aun adultos.
El trazo urbano mismo, el respeto por la estética y el medio ambiente, la viabilidad funcional del transporte, el imperio visible de la autoridad, educan. Y deberían empezar por educar que el “otro” existe; que ese otro es una propiedad. Ojalá los políticos entiendan que una de las primeras reformas de Estado —sí, de Estado— es convertir las calles y ciudades en escuelas de civilización. La seguridad exige planes concretos y efectivos, pero entendiendo que en esa seguridad no solo está en juego la oposición vida/muerte, sino el ofrecimiento de un espacio para que prosperen y se interioricen valores sin los cuales ningún grupo social puede ser civilizadamente sostenible.
Menos discursos, menos visiones estratégicas, menos estadísticas, menos —a veces— fantasiosas juntas vecinales. Más autoridad legítimamente establecida y firmemente ejercida. ¿Se ponen de acuerdo los movimientos y partidos en esto —que sí se llama decencia y calidad de vida— y nos dejamos de fariseísmos oportunistas y conmiseraciones a los excluidos (e incluidos) del sistema?
“Decente” es una voz de origen latino que significa honesto, justo, debido. No agota su significado, entonces, en ser un término antinómico a corrupto. Menos en una sociedad donde una persona corrupta —por razones sociales— puede aun ser considerada como “decente”. Decencia en las propuestas y en la gestión. El o los corruptos, digámoslo claramente, a la cárcel. Aunque socialmente sean “decentes”.
Señor Alcalde Jorge Muñoz: a pesar de las dificultades presupuestales de la ciudad, asuma la responsabilidad de la educación en su gestión.
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