César Félix Sánchez
¿Con Keiko estaríamos peor?
Un ejercicio contrafáctico y que nos abre los ojos

Una de las especies más difundidas entre los votantes de Castillo decepcionados ante el colapso interminable de su gobierno es que, aunque piensen que ahora conviene la renuncia o vacancia de Castillo, se reafirman en la necesidad de haber votado en su momento por él, porque con Keiko estaríamos peor. Es evidente que el ejercicio que haré en este artículo es ucrónico y, por tanto, pertenece al reino de lo meramente probable. Sin embargo, como se verá, creo que la conclusión es más que evidente: no solo no estaríamos peor sino mucho mejor.
En primer lugar, señalaremos el aspecto político: el solo hecho de que el partido de gobierno no sea Perú Libre hubiera significado una mayor capacidad de encontrar consenso en un Congreso donde las fuerzas favorables a la consolidación del modelo económico e institucional de 1993 alcanzan, al menos, una mayoría simple. No podría ser una coalición donde el fujimorismo ejerza un poder aplastante, por mera cuestión numérica, lo que redundaría en un escenario político moderado y alejado de los extremismos reales o imaginarios que tanto temen ciertos opinadores y políticos progresistas cuando les conviene (porque luego no tienen empacho en fotografiarse con Maraví).
En segundo lugar, el equipo de Fuerza Popular en la segunda vuelta estaba compuesto por figuras de todas las fuerzas políticas que han gobernado el Perú desde el fin del régimen de Alberto Fujimori hasta la fecha: Fernando Rospigliosi, Carlos Bruce, Luis Carranza, Daniel Córdova, entre otros. Obviamente esto no significa que el Perú se hubiera convertido de manera instantánea en el paraíso ni mucho menos, sino que los altos precios de los minerales, la coyuntura favorable en la agroexportación y otros elementos propicios habrían sido mucho mejor aprovechados por un gobierno moderado en un contexto de estabilidad política mayor.
De hecho, no habría ocurrido la masiva fuga de capitales que sucedió en 2021, la mayor en la historia reciente del Perú, y la volatilidad del tipo de cambio no habría sido tan intensa. Hasta la misma izquierda gobiernista acabó confesando involuntariamente esta verdad: cuando el congresista Bermejo salió a ufanarse en Twitter respecto de las cifras halagüeñas de Bloomberg, diciendo que cuán mejor estaríamos si dejaran gobernar a Castillo, salieron a enmendarle la plana masivamente muchos comentaristas señalando lo obvio: que toda esa estabilidad era heredada de figuras e instituciones del ancien régime y que, precisamente, el no haber dejado gobernar a Castillo como quisiera –implantando una asamblea constituyente, por ejemplo– era la causa de aquello de lo que se enorgullecía.
Existe otro reparo, entre ingenuo y farisaico, que se hace respecto del triunfo de Fuerza Popular: el de la corrupción y las llamadas «libertades». No sabemos si, apenas encaramada al sillón de Pizarro, Keiko Fujimori hubiera convocado a reuniones secretas en una casa particular con proveedores del Estado y figuras ambiguas, para luego licitar un puente de cientos de millones a la empresa ligada a un personaje grotesco y misterioso a quien diría ante un fiscal no conocer, pero que organizaba fiestas en Palacio de Gobierno nada menos que a una de las hijas del Presidente. Quizás sí, quizás no.
Lo que sí sabemos es que, en la historia del Perú, muchos políticos que tuvieron primeras gestiones catastróficas buscaron reivindicarse cuando el azar acabó dándoles nuevamente el poder, precisamente en los aspectos en los que más erraron. Así, la dictadura demagógica, inflacionaria y sectaria de Piérola dio paso al cuatrienio de 1895 a 1899, que trajo estabilidad económica y política al Perú. Algo semejante podría decirse del segundo gobierno de Alan García respecto de la catástrofe de 1985 a 1990. Creo que Keiko Fujimori habría procurado, casi como una deuda de honor con profunda resonancia sicológica, lavar el nombre de su familia evitando caer en los delitos y horrores que se cometieron en la época de su padre. O a lo mejor no. Pero lo cierto es que resulta muchísimo más fácil que se corrompa más un improvisado «sindicalista primario» (Bellido dixit), aupado por los Dinámicos del Centro (cuya red criminal estaba y está muy activa, pues manejan un gobierno regional y varios municipios) con un programa tendiente a agrandar el Estado y además canonizado a priori como prócer inmaculado por los guardianes progresistas de la moral, que cualquier otro político, incluida la hiperinvestigada e hipervigilada Keiko.
Finalmente, con respecto a las libertades políticas y otros elementos semejantes, había más riesgo de un autogolpe, disolución del Congreso o cualesquiera entrampamientos institucionales (como el que vivimos ahora) en un gobierno con menor apoyo en el Congreso que el que pudiera tener Keiko Fujimori. Precisamente lo que llevó a su padre a disolver el Congreso en 1992 fue ese problema, entre otros. A fortiori, el riesgo de ruptura institucional es evidentemente mucho mayor en un gobierno «impregnado» en un momento u otro por antiguos extremistas alzados en armas contra gobiernos constitucionales (como Héctor Béjar), de sus exesposas (como Anahí Durand) y de simpatizantes y compañeros de ruta de lo más extremo del maoísmo. Peor aún si su misma cabeza se niega a calificar de dictadura a un régimen totalitario como el cubano.
Respecto a lo demás, ¿podría ocurrir bajo el gobierno de Fuerza Popular una matanza de los penales impune? ¿Una disolución del congreso arbitraria? ¿Ataques masivos de bots al más puro estilo chino o ruso para bajarse páginas web de medios que traen información peligrosa para el régimen? ¿Irrupciones violentas de la policía en domicilios particulares para silenciar y arrestar a críticos de políticas gubernamentales en las redes sociales? ¿Venganzas atroces de tipo mafioso contra inocentes? Quizás sí, quizás no. Pero lo cierto es que todo esto ocurrió durante el gobierno de Vizcarra y la absoluta mayoría de los dignos de ahora se callaron en siete idiomas cuando no aplaudieron entusiastas. Así que en verdad no les importan tanto las violaciones a las libertades como impedir que Keiko llegue al poder. Así de simple. Aunque ella prometa la cuarta reforma agraria, la constituyente, el matrimonio gay y todas las clases de aborto posibles.
Probablemente el único reparo con algún valor es que si Keiko ganaba las elecciones, podrían ocurrir manifestaciones violentas con un desenlace trágico. Y este reparo es más sólido porque tiene la connotación de la amenaza, del chantaje y de la profecía autocumplida: «mejor que no salga Keiko porque si gana, quemamos el Perú». Hubiera sido interesante observar a tantos de los que ahora se llenan la boca motejando de golpistas a quienes hacen uso de recursos legales y de protestas pacíficas contra Castillo si Keiko hubiese ganado. Muy probablemente estarían en comandita con etnocaceristas y ronderos radicalizados intentado quemar algún edificio público, como muchos «bicentenarios» estuvieron codo a codo con los «artilleros» de la Juventud Comunista en las absurdas jornadas de noviembre de 2020. Sea lo que fuere, la polarización en el país no ha cesado y la posibilidad de un desenlace violento tampoco está totalmente descartada. Así que no nos hemos librado de esa posibilidad apocalíptica todavía.
En conclusión: lo más probable es que de haber ganado Fuerza Popular la segunda vuelta en 2021 la situación nacional sería mucho más propicia para el crecimiento económico y la estabilidad política. Ahora, esto no significa que Fuerza Popular sea una alternativa adecuada para el 2026. En un próximo artículo reflexionaremos sobre la conveniencia o no de la desaparición política del fujimorismo en los próximos años.
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