Cecilia Bákula
¿Cómo nos encuentra el bicentenario?
Un país destruido y mancillado en su honor

Durante muchos meses, quizá más de un par de años, he venido pensando en este 28 de julio del 2021, fecha que tenemos tan cerca. Reflexioné sobre el motivo de la celebración, y visto solo como un hecho, ese análisis resultaba sencillo y evidente: ese día recordaremos que el 28 de julio de 1820, un domingo de tímido sol invernal limeño, tuvo lugar un acto público con el que se inauguró, en circunstancias no tan favorables a esa causa, la “independencia” del Perú. Se manifestó la expresión unilateral de su separación de la metrópoli española y el fin de la dependencia administrativa y económica de la corona. Dicho así, podría entenderse como un hecho menor o una simple declaración, como las ha habido muchas a lo largo de nuestra historia, pues vaya que si hemos sido ricos en proclamas, manifiestos, declaraciones, promesas y sueños.
Hoy –en este tiempo que nos toca vivir– las angustias, la muerte que nos ronda, la inseguridad social, la falta de responsabilidad de los que juegan a la política, la carencia de valores de muchos de los que ostentan cargos, la ausencia de compromiso con y entre los ciudadanos, la mentira entronizada, la usura, la coima, el dinero fácil, la casi inexistencia de servicios públicos adecuados, el bajísimo nivel educativo, las desigualdades de oportunidades y la desesperanza son realidades que no nos permiten ver ese día, este cercano 28 de julio, como una fecha que debemos tener en cuenta. No podemos darle un sentido que vaya más allá de discursos no sentidos y de homenajes frívolos que nos alejan de la posibilidad de comprender la importancia y el significado de esa fecha, pues serán usados para “perennizar” los nombres de algunas personas, transitorias en los cargos y, por lo tanto, en la historia.
Entonces, surgió el segundo elemento de mi inquietud: ¿qué debemos o podemos celebrar? Y ¿por qué no queremos celebrar? La conclusión resultó muy triste: desde mi perspectiva, el peruano de hoy no se siente, de modo alguno, satisfecho con su historia actual, de su momento y circunstancia. Y como se ha devaluado intencionalmente el estudio de la historia patria, se han perdido de vista todos aquellos actos notables, vivencias gloriosas, gestas fantásticas, luchas por sueños, por ideales, por una existencia digna. Y se ha pretendido borrar tanto éxitos como fracasos, luces y sombras para hacernos creer que somos una sociedad sin historia, sin referencia; pues sin un ancla a los elementos de nuestra identidad, que existen aún en la rica diversidad que nos caracteriza, somos y seremos blanco fácil de un astuto y triste planificador.
Hoy, a mi parecer, el peruano no encuentra ni en su realidad individual ni en la colectiva, un espejo histórico que le devuelva y refleje una imagen con la que se sienta contento, y menos que juzgue positivamente con orgullo. Se ve en ese espejo sin que la imagen que observa le sea grata; no quiere su historia, no quiere su realidad, no se compromete con ella. Y en eso se mezclan sentimientos contradictorios de pena, desorientación, culpa, frustración y tristeza. Mejor dicho, se le ha enseñado a desdeñar su historia, a ser incapaz de entenderse a sí mismo en la circunstancia que le toca, sin que eso pueda ser, en modo alguno, conformismo. Se nos ha conducido a tener hoy, esos sentimientos hacia nosotros mismos, como personas en sociedad y como sociedad en su conjunto.
Y esa realidad, que existe y que todos en mayor o menor medida tenemos que aceptar que es real, es producto de muchos años de lenta pero eficiente demolición de los valores nacionales, del sentimiento de pertenencia, de las naciones de Nación, Estado y Patria, de la polarización entre los peruanos, de grave desorden, de irrespeto y de haber impuesto los antivalores que solo llevan al desencanto y no permiten siquiera vislumbrar una tenue luz al final del sendero oscuro.
Pero todo esto se puede revertir, aunque tome tiempo, si este año inauguramos un gobierno que brinde esperanzas, que motive la unidad y lidere el sacrificio que tendremos que llevar a cabo, para compensar tantos años de malas acciones, desestabilización y desorden. Que nos recupere el orgullo y la alegría de ser peruanos. La tarea parece ser titánica pero a lo largo de nuestra corta vida, hemos dado ejemplo en muchas ocasiones de tener ese arrojo, valentía y atrevimiento que, renacidos en estos tiempos, podrán hacer de nuestro país un ejemplo de transformación en beneficio de todos los ciudadanos. Hay que descartar, castigar y aplicar no sólo la muerte civil, sino el antiquísimo ostracismo, para arrancar de nuestro medio a quienes por delinquir, van impidiendo ese caminar hacia el futuro.
Aspiramos, pues, a contar con un Poder Ejecutivo que cumpla su misión constitucional y lo haga con patriotismo, eficiencia y transparencia; deseamos tener un Poder Legislativo en donde sus miembros sean ciudadanos de bien, de valores, de honestidad y que comprendan que solo se tiene poder, poder real, cuando se sirve y que no hay nada más sublime que el servicio al prójimo, a los peruanos, actuando con transparencia y honestidad. Deseamos tener un sistema judicial justo, una justicia pronta y honorable; una educación que eleve al ser humano a su grandiosa dignidad, una realidad de salud pública que no obligue a los ciudadanos a ser mendigos de sus derechos. No creo exagerar que los últimos diez años han sido de retroceso moral, de acciones fallidas y repelentes, de actitudes ajenas a la responsabilidad y se ha denigrado, casi a nivel mortal, la honorabilidad del servicio y la gestión pública.
Y claro que, en esas circunstancias, es natural que sea difícil encontrar razones para celebrar. Pero debemos recordar que no celebramos la crisis de hoy es decir, que debemos elevarnos por encima de la coyuntura tremenda que vivimos para ser capaces de festejar, con sobriedad y austeridad, quizá sin horrendas placas sino con reflexión madura, recordando los esfuerzos de muchos para llegar a ese momento inicial que, imperfecto, fue el punto de origen de nuestro ser político. Fueron muchos, han sido miles los que han ido trabajando y aportando a la construcción de la Patria, aunque hayan sido otros muchos quienes intentaron o siguen empeñados en destruir lo logrado y dar dos pasos atrás por cada tramo avanzado.
El Perú no resistirá un nuevo gobierno con autoridades que intenten socavar más aún, si cabe, los cimientos de nuestra esperanza, de nuestro derecho al desarrollo, al crecimiento, a la igualdad de oportunidades. Un país rico como el nuestro ha sido destruido y mancillado en su honor, en sus posibilidades y en su profunda autoestima. Nos embarga la vergüenza histórica, decepción generacional y peligrosa indignación.
Y si éste pudiera no ser el momento para celebrar, porque sin duda las circunstancias parecen en todo adversas, pongamos la mirada hacia el horizonte para darnos un tiempo en el que podamos reconstruir nuestra propia visión de ser una república hecha con esfuerzo, sudor y lágrimas, pero con éxito por la fuerza de su gente; ese ejercicio de mirarnos desde la perspectiva de ser parte sustantiva del país, mirándonos ya no desde el prisma de la frustración y la tristeza, sino a través del lente de la esperanza pues así, podremos llegar con el alma henchida de justa e intensa alegría al 9 de diciembre de 2024, para celebrar que fue en nuestra tierra, con la presencia de hermanos del continente, se enarboló con orgullo y para siempre la bandera de la libertad.
Este tiempo que tenemos por delante, puede ser aprovechado para la reflexión, para enmendar el rumbo, para sanar heridas y recuperar, actualizados por cierto, los sueños fundacionales de nuestro país.
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