Arturo Valverde

Casas por dentro

Nada más íntimo y nuestro que el sitio donde vivimos

Casas por dentro
Arturo Valverde
23 de enero del 2024


En Lima, las casas se están achicando. Me considero uno de los afortunados en 
conocerlas antes de que las borren del mapa. Y he visto unas maravillosas. Thomas Unger tenía un árbol clavado en medio de su casa. Un espacio verde y acogedor. Bernardo Roca Rey tenía un tigre tallado en madera vigilando el primer piso (ese tigre también era un Roca Rey, decía); luego, arriba, un nivel superior, había un mueble repleto de vinos escondido detrás de una pared, y en el último nivel –entre cojines, alfombras y pisco– los instrumentos básicos para una noche musical con vista al mar.

La casa de mi librero, Lito, no era una casa, era otra librería, a mí no me engaña. Uno abría la puerta y la impresión de ver tantos libros en las paredes te llevaba a creer que podrías encontrar otros más en el horno de su cocina. No sé si era su casa, pero donde Elvira Labarthe (que no me falle la memoria) había un parque interior circundado por otras casas; abrías una puerta y salías a correr entre los árboles. Estuve ahí para celebrar el cumpleaños de un hermano de Salvador del Solar. Tenía menos de diez años. Le regalé un Caballero del Zodiaco. Szyszlo tenía una sala amplia al lado del paraíso, es decir, junto a una nutrida biblioteca; allí guardaba el mechón de César Vallejo. La casa de Rosa Cerna debió ser hermosa y noble como ella. Me apuntó su dirección en su libro “Los días de Carbón”. Me arrepiento de no haber ido. 

Mi casi centenaria abuela creció en Pueblo Libre. Allí también las casas están desapareciendo. Cada casa que se desploma, cada balcón siniestrado, es un funeral. Alguien le rocía cemento y crecen edificios de sus escombros. Increíble. Un día se acabarán todas esas casas y solo nos quedará un paisaje de edificios. La casa de mi otra abuela era en parte de ella y en parte de los animales. Hasta los conejos y cuyes tenían su habitación. 

La casa del obispo Myriel, describe Victor Hugo, tenía “una planta baja y un único piso: tres habitaciones en la planta baja, tres dormitorios en el primer piso; encima, un desván. Detrás de la casa, un jardín de un cuarto de área. Las dos mujeres ocupaban el primer piso. El obispo vivía abajo. La primera habitación, que daba a la calle, la usaba de comedor; la segunda, de dormitorio, y la tercera, de oratorio. No se podía salir del oratorio sin pasar por el dormitorio ni salir del dormitorio sin pasar por el comedor…”.

Victor Hugo nos enseña que la arquitectura, la distribución interior del espacio cumple una función narrativa importante. Incluso la decoración del interior de una casa es un elemento que contribuirá en su propósito artístico. Adornos y mobiliario: candelabros, cuadros, sillas... Victor Hugo tenía una predilección especial por la decoración y arquitectura.

¿Myriel gozaba de intimidad? Veamos: si querían ir al oratorio debían pasar por su dormitorio. Si querían ir al comedor debían pasar por su dormitorio. ¡Ninguna intimidad! Su mundo personal no tiene puertas. Todos pueden pasar y ver lo que hay dentro de él. Esa descripción que nos brinda Victor Hugo, de detalles arquitectónicos quizás insignificantes para algunos, que ocupan varias páginas, nos acerca más a conocer al justo Myriel.

Nada más íntimo y nuestro que el sitio donde vivimos. Si tienes un árbol, una cava de vinos detrás de una pared, un parque interior, libros en las paredes, cada uno de esos elementos son luces para un retrato literario. Y, a veces, revelan y emocionan más al lector.

Arturo Valverde
23 de enero del 2024

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