César Félix Sánchez
Bismarck contra los cruzados
Reflexiones sobre la guerra en Ucrania

Hace algún tiempo, Angela Merkel calificó a Putin de “político del siglo XIX”. Al parecer pretendía insultarlo. Pero lo cierto es que no estaba tan desencaminada.
Entre 1648 y 1914, rigió un principio en las relaciones internacionales que alcanzó su máximo esplendor en los palacios vieneses de 1815 de la mano de esas figuras agudas, eruditas y larger than life como Metternich y Talleyrand: el equilibrio europeo. En esta visión, las guerras no eran infrecuentes pero estaban limitadas: no se buscaba la aniquilación del adversario ni el bendito regime change, sino equilibrar el hybris de alguna potencia díscola, que muy bien podría ser un aliado útil en una próxima confrontación.
El último gran estadista europeo que representó esta visión fue Otto von Bismarck, que luego de afianzar la esfera de influencia de Prusia hacia los países alemanes, en detrimento del Imperio Austríaco, no dudó en apoyar las pretensiones balcánicas de sus antiguos enemigos coyunturales y firmar con el emperador Francisco José y el zar Alejandro el llamado «pacto de los tres emperadores». De haber sido ratificado este pacto por el volátil y romántico káiser Guillermo II, habría preservado la paz en el mundo y salvado los restos de la Europa cristiana del leviatán totalitario que emergió en gloria y majestad en 1917.
Putin no es un santo varón. Es bastante difícil descubrir alguna convicción profunda en él, más allá de reposicionar a Rusia como un actor fundamental en la política internacional y preservarla de influencias deletéreas. Reivindica unos valores para su país a la par que fomenta, en lugares como América Latina, los valores contrarios por meras razones geopolíticas. Y la razón de su invasión es precisamente preservar su esfera de influencia.
Pero para poder comprender mejor la guerra presente debemos remontarnos, como mínimo, a 2014, cuando Estados Unidos era gobernado por el sinuoso Barack Obama, Premio Nobel de la Paz preventivo en 2009. Obama, fiel a la vieja tradición demócrata de Wilson y de Roosevelt, quería también su guerra. Mas no bajo la forma de una invasión a la antigua sino mediante una desestabilización molecular a través de la manipulación de grupos, a veces minoritarios, en centros urbanos a través del uso masivo de redes sociales y viralizaciones de imágenes “conmovedoras”. Los medios harían el resto del trabajo. Al más puro estilo del «Merino no me representa». Así fueron la llamada Primavera Árabe y el Euromaidan de Ucrania, revuelta urbana que acabó por forzar la salida del presidente Yanukovich, democráticamente electo pero con el gravísimo pecado original de ser «prorruso».
Rusia se vio, entonces, en un gran predicamento. La independencia de Ucrania, que implicaba la posible pérdida de sus dos grandes puertos en aguas tibias, Odessa y Sebastopol, fue permitida por la agónica URSS con la condición de mantener una relación de amistad o al menos de neutralidad con el gobierno de Kiev. Pero los «vientos de cambio» soplados por Obama no solo amenazaban esos puertos, sino también el puerto mediterráneo de Rusia, la base de Latakia en Siria, convulsionada por una guerra civil fabricada en los talleres del globalismo norteamericano. Y Putin tomó cartas en el asunto.
Ahora en 2022, con los demócratas nuevamente al mando, su estado vasallo tapón de Bielorrusia, que lo separa de las fuerzas de la OTAN en Polonia, empezó a ser desestabilizado. Por otro lado, en Ucrania, aunque Zelenski fue elegido con cerca de un 75 por ciento sobre el antirruso Poroshenko con una agenda neutralista, a partir de ciertos «ajustes» misteriosos en 2019, se «halconizó». Los resultados están ahora a la vista.
Quizás alguien podría decir que eso de querer afianzar esferas de influencia violando el derecho internacional es un acto sumamente inmoral, porque el orden internacional garantiza la paz y colaboración perpetua para todos los actores dóciles. Eso es precisamente lo que tenían en mente Merkel y Obama. Pero lo cierto es que Estados Unidos, los maestros actuales de la democracia y las buenas costumbres, mantuvieron hasta hace no mucho una doctrina de esferas de influencia: la doctrina Monroe. ¿Y qué fue la crisis de los misiles de 1962, si no una justa protesta de Estados Unidos por la presencia de armas de destrucción masiva dentro de su esfera de influencia por una potencia rival?
Claro está que Obama renunció a la doctrina Monroe, supuestamente. Y eso es lo más curioso: cuando una superpotencia renuncia a la doctrina de esferas de influencia lo más probable es que esté implicado que su esfera de influencia ya no es una región cercana a él en el globo, sino el universo entero. Y ahí es donde vemos un curioso atavismo pervertido, que parece constituirse en la doctrina geopolítica actual de Estados Unidos y de la Unión Europea.
Antes de 1648, los imperios católicos de la casa de Habsburgo tenían una visión de la política internacional heredada de los tiempos de Carlomagno, Otón e incluso Teodosio: la expansión y defensa de la Cristiandad. Sus guerras no estaban signadas por ningún otro interés, por lo menos en teoría, que preservar el orden social, político y cultural cristiano contra sus múltiples enemigos y ayudar a «reducir al gremio de la Iglesia» a los gentiles. La católica Francia de Richelieu, sin embargo, fue pionera en poner sus intereses nacionales y la defensa de su esfera de influencia por sobre estos altos ideales y acabó aliada con los príncipes protestantes durante la Guerra de los Treinta Años.
No obstante, en el siglo XX vino una nueva versión de esa vieja doctrina, claro que en clave perversa, de la mano paradójica del destructor del último imperio habsbúrgico, Wodrow Wilson: las cruzadas democráticas. Las guerras de Estados Unidos son, a partir de este momento, ya no para equilibrar poderes, sino para aniquilar regímenes intolerables y exportar los ideales democráticos. Son guerras revolucionarias, políticas, no necesariamente vinculadas a intereses meramente económicos como las Banana Wars dentro de su esfera de influencia.
¿Qué pasaría, entonces, si Rusia pierde totalmente su zona de influencia, al volverse Ucrania y Bielorrusia parte de la OTAN o de la Unión Europea? Pues no le cabría más que esperar un cambio de régimen y una revolución cultural. Mírese si no el caso de Polonia y Hungría, atraídas hacia Occidente con promesas de colaboración mutua con respeto a su soberanía, siendo castigadas y sancionadas simplemente porque sus gobiernos pretenden defender los valores y programas por los que fueron elegidos por sus ciudadanos.
Así que, más allá de las imágenes lacrimosas de los grandes medios de comunicación, debemos recordar que estamos en una guerra entre un Bismarck bastante chato y cínico, por un lado, y unos cruzados infantiles y manipuladores, que buscan propagar entre los infieles los «valores europeos», amasijo indefinible de doctrinas revolucionarias light que se resume en hacer de cada deseo un derecho. Decía Marx en El 18 de Brumario de Luis Napoleón que la historia se repite primero como tragedia y después como farsa. Estamos asistiendo ahora a la farsa, queridos lectores, así que ahorrémonos las lágrimas.
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