LA COLUMNA DEL DIRECTOR >
Prosigue la guerra anticlerical
Acerca de cómo se olvida la historia sobre la política y la Iglesia.
Dos siglos después de la Conquista, Túpac Amaru II enfrentó al rival más poderoso de su tiempo: el Obispo del Cusco, Moscoso y Peralta, quien lo excomulgó, lo declaró pagano, apóstata. El kuraka sabía que con el Cielo de enemigo era imposible ganar. Pese a la excomunión, en la sangrienta guerra indígena se respetó a los curas de los pueblos más alejados del sur, porque se sabía que la Iglesia Católica era más fuerte que el Virreinato. En el mundo indígena antes que al burócrata se conocía al sacerdote de la parroquia. Quizá los historiadores establecerán si la excomunión definió la derrota tupacamarista.
Cinco siglos después de la Conquista, una minoría de intelectuales, periodistas y políticos, cree que el mundo ancho y ajeno del Catolicismo en el Perú cede ante la revolución digital y la globalización. Cree que el progreso del mundo es ascendente, directo a un cielo –una nueva forma de religión- y consideran que la fe se repliega ante la razón no obstante que el fundamentalismo resucita en el mundo islámico.
Semejante optimismo racionalista se percibe en las apreciaciones de Mirko Lauer, Augusto Alvarez Rodrich y Alberto Vergara en La República frente al pronunciamiento de un grupo de notables en respaldo a la labor del Cardenal Cipriani. No vale detenerse en los conceptos de “portátil” o “hueleguisos” porque, en realidad, antes que fortalecer enjuiciamientos, degrada, les resta grandeza a los autores. Los tres aludidos señalan que el respaldo a Cipriani consagraría algo así como “que la igualdad ante la ley sería asunto terrenal” y que los asuntos eclesiales pertenecerían a otra industria. Sorprendente. Los autores han dejado las lecturas de historia y la sociología del Perú, y se han convertido en abogados de la parte acusadora ante Indecopi. Es decir, en protagonistas de esta absurda guerra anticlerical.
No vamos a justificar los yerros de Cipriani. Pero en cualquier sociedad sin guerras contra jerarquías eclesiales se habría entendido el error institucional, del equipo que ayudó a redactar los artículos del Cardenal. Los obispos y jerarcas de la Iglesia son autores institucionales, sobre todo, después de la Reforma y Contrarreforma, más allá de excepciones. Por ejemplo, mediante una lectura atenta de la última encíclica del Papa Francisco, Laudato Si´, ¿cuántos autores hallaremos? Dos, tres, cuatro. No, dos, tres, cuatro comisiones, ¿no es verdad?
En sociedad sin guerras anticlericales se hubiese criticado el error, pero no se habría pretendido humillar al jerarca. Lo más grave en la posición de los tres intelectuales de izquierda es que obvian el hecho macizo detrás del pronunciamiento: que detrás de esas firmas está la abrumadora mayoría del país, excepto los sectores con que ellos parecen identificarse. Si la mayoría del país es un “poder fáctico”, ¿cuán cerca estamos de la secta? ¿El anticlerical convertido en militante de una secta más?
Pero lo que torna en trágica la situación es la presbicia con que contemplan los hechos. No perciben que con cada ataque a la jerarquía eclesial, esa especie de big bang que sigue siendo el Catolicismo en el Perú, que expresa diferentes densidades, colores y aproximaciones, comienza a endurecerse. Hoy las demandas por el matrimonio gay y otros derechos han retrocedido décadas, por ejemplo. ¿No les preocupa semejante tendencia? ¿No están contribuyendo a generar reacciones que nadie, ni siquiera la propia jerarquía Católica actual, quizá pueda controlar? Suena a locura, sobre todo, viniendo de hombres tan cultivados, de líderes de opinión.
Túpac Amaru II padeció un temblor cerval ante la excomunión y vislumbró la derrota, porque conocía el Perú profundo, el Perú del sur de millares de parroquias. Tres siglos después, una delgada capa de iluminados trata los problemas de la fe de una mayoría aplastante con actitud que aterra. Vale recordar que en el país de los Ayatollahs de hoy, antes las mujeres usaban minifaldas y consumían todos los anticonceptivos habidos y por haber. La caprichosa historia, ¿no?
Por: Víctor Andrés Ponce
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