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El peor enemigo de un peruano es…

El peor enemigo de un peruano es…
Víctor Andrés Ponce
10 de julio del 2015

Sobre una añeja herencia colonial: la institución nacional de la envidia.

Todo el mundo ha comenzado a comentar sobre unos paneles publicitarios de Punto visual que señalan con texto de algún puño y letra  Que el peor enemigo de un peruano es otro peruano. Periodistas, analistas, y ciudadanos de a pie se muestran intrigados ante la campaña que, evidentemente, comienza a ser exitosa. ¿Quién está detrás?, es la interrogante y el marketero se anota un punto.

Las especulaciones van desde que se trataría de una estrategia del oficialismo para intentar victimizar a Nadine Heredia ante el incremento del fuego opositor en contra de ella hasta que estaríamos ante la antesala de un lanzamiento presidencial. En todo caso, ver para creer.

Pero el acierto de la campaña tiene que ver con la sensibilización alrededor de la institución nacional de la envidia. En nuestro país el éxito ajeno desata tormentas de envidia antes que impulsos de emulación. Es decir, una reacción autodestructiva antes que constructiva. Quizá esta tendencia social tenga que ver, otra vez, con las peores tradiciones y herencias de la sociedad colonial.

En la Colonia y en la República previa a las grandes migraciones y la emergencia de los mercados populares, el éxito provenía, principalmente, de la manera cómo se usaba el apellido y los contactos en la esfera pública. El triunfador no se convertía en un héroe digno de admiración sino en la piñata que todos golpeaban en ausencia, pero adulaban en presencia. La institución nacional de la envidia, pues, es enorme, tiene profundas raíces y plantea desafíos futuros.

De alguna manera semejante estado de cosas comenzó a cambiar con las migraciones, la emergencia de los mercados populares, las reformas económicas de los noventa, que desataron las fuerzas del mercado y la meritocracia como el único criterio para medir a emprendedores y empresarios.

En los mercados populares, el rico, el empresario más grande, es un héroe silencioso que todos pretenden imitar. Allí no valen los apellidos ni los contactos, una mala decisión se paga con la pérdida del capital. Es la sociedad de la pura meritocracia. La reducción del espacio del mercantilismo también ha posibilitado la emergencia de un gran empresariado formal, moderno, y competitivo. En otras palabras, el mercado ha ido debilitando el credo nacional de la envidia.

Sin embargo la política y el mundo de la cultura todavía están a niveles de distancia sideral de lo que podría llamarse un sistema meritocrático. Si alguien quiere saber cómo se tramita la envidia en el fuero interno solo hay que investigar sobre las guerras entre periodistas, escritores, y sociólogos. La cosa es con todo, no solo se desacredita el éxito ajeno sino que se trata de liquidar al sujeto. Algo así como el papeleo que se hacía contra el hereje en la Colonia antes de convertirlo en chicharrón.

Debe producir alguna reacción que alguien se proclame periodista por su apellido o por sus contactos, o que un escritor se vuelva talentoso por sus relaciones con un narrador consagrado. En todo caso, la meritocracia es un territorio todavía lejano de la política y la cultura y quizá en ese déficit se halle la gran explicación de la perpetua crisis del espacio público. Aquí vale parafrasear un viejo dicho: No hay sociedad sin meritocracia que dure cien años ni sociedad que lo resista. Tarde o temprano llegará.

 

Por Víctor Andrés Ponce

10 – Jul – 2015

Víctor Andrés Ponce
10 de julio del 2015

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