LA COLUMNA DEL DIRECTOR >
El 5 de abril y el regreso de Alberto Fujimori
El expresidente se convierte en un actor político
Luego de tres décadas el 5 de abril de 1992, la fecha del autogolpe de Alberto Fujimori, sigue siendo un acontecimiento extremadamente polémico, sobre todo porque se quebró el Estado de derecho y se inauguró un autoritarismo con gran respaldo de masas. El mencionado golpe destruyó la institucionalidad democrática, pero desarrolló las reformas económicas que, de una u otra manera, convirtieron al Perú en una sociedad viable.
Se discute si el golpe de Fujimori se justifica históricamente, como a veces se juzgaban las dictaduras romanas que emergían como una necesidad excepcional en la República de Roma, la república más longeva de la historia de la humanidad. Conversando con César Peñaranda, jefe del gabinete del equipo económico de Carlos Boloña, el gran reformador de la economía de los noventa, se concluye que todas las reformas económicas centrales ya habían sido tramitadas antes del autogolpe del 5 de abril. Desde ese ángulo las justificaciones no son posibles.
Se arguye, igualmente, que la lucha contra el terrorismo obligaba a una salida excepcional. Sin embargo, desde el punto de vista de un demócrata, de la defensa irreductible del Estado derecho, no existen justificaciones posibles. El raciocinio lógico nos indica que Fujimori debió desarrollar la gran transformación de la economía y la sociedad en democracia, tal como lo intenta hacer hoy Javier Milei en Argentina.
El autoritarismo siempre deja heridas en una sociedad, sobre todo cuando la izquierda progresista y comunista capitaliza los cuestionamientos a la salida excepcional. Y ese es el gran problema y equívoco del país que llevó al triunfo de Pedro Castillo en el 2021.
La clase política nacional nunca asumió que las transformaciones económicas del fujimorismo –que se expresaron en el fin del Estado empresario, la desregulación de precios y mercados, el papel subsidiario del Estado con respecto al sector privado, y que se constitucionalizaron en la Carta de 1993– siempre debieron formar parte de la nueva etapa democrática. Como el PBI se cuadruplicó y la pobreza se redujo del 60% de la población a 20% antes de la pandemia (luego de Castillo trepó al 30%), nadie tocó el modelo económico. Sin embargo, el relato, el discurso y los sentidos comunes avanzaron en sentido contrario del modelo.
Hoy casi todas las reformas económicas de los noventa, que crearon la viabilidad del Perú, están casi desmontadas y el Estado se ha burocratizado de tal manera que se ha convertido en el peor enemigo de la inversión. Hasta un sector del fujimorismo parece empeñado en desmontar las cuentas individuales del sistema privado de pensiones.
En este contexto, la crisis política se mezcla con la involución económica del país, creando un peligroso cóctel de circunstancias que pueden favorecer al antisistema en las elecciones del 2026.
En este escenario, no es nada extraño que Alberto Fujimori reaparezca políticamente, luego del indulto presidencial ratificado por el Tribunal Constitucional y defendido por nuestro Estado de derecho ante la Corte IDH. El mensaje de Fujimori choca frontalmente con las propuestas progresistas y comunistas que han hecho naufragar al país y desata una enorme expectativa en la sociedad.
Es evidente que Fujimori no candidateará por el peso de los años y las enfermedades. Sin embargo, comienza a convertirse en una figura con un enorme predicamento en una sociedad destrozada por la ola criminal y la desinstitucionalización, y que reclama orden y autoridad. De alguna manera Fujimori se convierte en una referencia que puede ayudar a construir el outsider reformista de la derecha peruana.
Veremos.
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