Manuel Gago

Rusia 1988-2017

Hoy el glamour es parte de la exhibición del lujo

Rusia 1988-2017
Manuel Gago
20 de noviembre del 2017

Quedan de la Unión Soviética inmensas edificaciones, monumentos, plazas, avenidas y puentes que son el resultado de un centralismo que sumió en la pobreza a la población, que no se daba cuenta de su situación trágica hasta que empezaron a llegar los turistas de occidente; hasta que Polonia, Rumania, Hungría y Alemania Oriental rompieron la cortina de hierro, edificada a fuego y sangre. No más una vida de privilegios para quienes controlaron el partido comunista y una de sombra para esa población. Queda la melancolía eterna de algunos niños y ancianos haciendo sonar su violín o acordeón, ocupando la entrada de algún lugar público, porque siempre habrá pobres, aunque menos dramáticos y en menor cantidad en las ciudades más ricas del mundo.

Por Mijail Gorbachov —Gorbi, con cariño— estuvimos allí la primera vez, antes de que sucumbiera el Muro de Berlín (1989), cerco hecho pedazos por combas y martillos de una multitud harta de socialismo. Muro abajo para reencontrar parientes y amigos de un lado y del otro, separados por un pensamiento absolutista y autoritario. La Perestroika, el título del libro de Gorbi, fortaleció su posición frente a un Soviet Supremo que se resistía a la reingeniería que proponía el más joven de los secretarios generales. Tenía 54 años cuando fue elegido secretario general del Partido Comunista soviético, frente a gobernantes enfermos y ancianos que le antecedieron.

Contabilidad de costes, así se puede resumir su obra. Lectura obligada en medio de un hervidero de libertad. Simple: los gastos del país no pueden superar a los ingresos. Y si eso sucede, algo está completamente mal. La Unión Soviética no podía seguir manteniendo ejércitos, regímenes autoritarios y el expansionismo de una ideología cuya fecha de caducidad ya había vencido. Mientras la situación de hambre y salud pública del país era un desastre, los presupuestos del Estado no podían servir para armas y equipos bélicos para competir con Estados Unidos y sus aliados. No se podía seguir destinando cada día un millón de dólares a la Cuba de Fidel Castro para su sobrevivencia. Y, sobre todo, no se podía seguir mintiendo y ocultando la verdad. Y glasnost —transparencia— fue la otra palabra de cada día.

En 1998 volví a Rusia. Ya no a la Unión Soviética, porque ya no existía, ni a Novgorod ni a San Petersburgo. Volví a la Arbat, la gran calle moscovita donde cantores, pintores, punkies y toda clase de exhibicionismos alentaron a Gorbi y su perestroika. La calle de la libertad comenzaba a llenarse de productos de importación, como en El Rastro de Madrid o la feria dominical de Huancayo: de economía sumergida y made in China. Ya no había camareros que, de manera solapa, cambien dólares por rublos; tampoco empleados del hotel que, por caviar y vodka, obtenían jeans, brasieres, maquillaje, libros y discos. Y espero que tampoco policías que, con el cuento de “sus documentos”, les robaban a los viajeros despistados. Abrigos de piel, autos europeos, ropa de marca y mucho glamour son parte de la exhibición del lujo. Como en Las Vegas, en donde no hay quien no luzca oro y diamantes.

Rusia no es barata. No hay hotelitos como en Lince, ni pensiones como las que abundan cerca a la Puerta del Sol, en Madrid. En Moscú el transporte público no es de combis ni de colectivos, sino de autobuses y un metro de gran profundidad, con estaciones acabadas con mármoles, obras de arte y lámparas de iluminación para no envidiar la antesala de los palacios reales. Ya quisiera ver a los Santos, Cerrón y Aduviri en el mundial Rusia 2018 para ver sus caras al enterarse en qué acabó su añorada patria socialista.

Manuel Gago
20 de noviembre del 2017

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