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No puede existir un modelo económico y social en cualquier sociedad democrática si es que la política y la cultura van en sentido inverso a los principios básicos de la economía. En el Perú la mayoría de los presidentes en las últimas dos décadas ganaron elecciones demonizando el modelo económico basado en el papel subsidiario del Estado con respecto al sector privado, el respeto a los contratos y la propiedad privada, la desregulación de precios y mercados, y el libre comercio.
Alejandro Toledo, Alan García –más allá de que, el segundo gobierno alanista, haya sido uno de los mejores de la historia republicana– y Ollanta Humala, por ejemplo, desarrollaron sus campañas electorales despotricando contra “el modelo neoliberal”. Más tarde Pedro Castillo radicalizaría el discurso en contra del modelo económico y plantearía la nacionalización de los recursos naturales a través de una asamblea constituyente.
¿Qué podía emerger en una sociedad democrática en donde los políticos avanzaban en sentido inverso al modelo? De alguna manera, pues, con estas variables emergió el Perú empantanado en el crecimiento que experimentamos hoy. Si los políticos no eran capaces de defender a la inversión privada como el principal factor de crecimiento y reducción de pobreza –no obstante que esta variable representaba el 80% del total de lo invertido y el 80% del total de reducción de pobreza en las últimas décadas– era evidente que los relatos anticapitalistas se habían impuestos en la sociedad y los partidos, los políticos y los medios se allanaban a estos sentidos comunes que se imponían desde las narrativas de las izquierdas.
En este contexto, los políticos, los funcionarios, ministros, burócratas y medios de comunicación comenzaron a promover todo tipo de sobrerregulaciones y procedimientos para contener la “voracidad” de los empresarios y la inversión privada, hasta que se configuró el actual Estado burocrático que genera pobreza e informalidad. En este contexto, el Perú dejó de crecer sobre el 6% y a reducir varios puntos de pobreza anual y, de pronto, se llegó al Bicentenario con crecimientos debajo del 3%, sin posibilidades de reducir la pobreza. Y luego del gobierno de Castillo la pobreza volvió a subir de 20% a casi 30% de la población.
Si los políticos y el Estado no hubiesen avanzado en sentido contrario del modelo económico, el Perú hubiese podido seguir creciendo sobre el 6%, hubiese podido desarrollar nuevas reformas para incrementar el PBI potencial y, de una u otra manera, se habría llegado al Bicentenario con un ingreso per cápita cercano al de un país desarrollado. En otras palabras, las narrativas de las izquierdas progresistas y neocomunistas que influenciaron a los políticos y a los medios de comunicación, de una u otra manera, explican que el Perú no haya alcanzado el umbral del desarrollo.
¿Por qué es importante esta forma de analizar la historia de manera contrafáctica? Porque nos permite entender la enorme importancia de la política y la cultura en el crecimiento, la reducción de la pobreza y el desarrollo de una sociedad en democracia. Hoy el Perú no solo atraviesa una crisis institucional y política sin precedentes, sino que también se ha empantanado en el crecimiento y el proceso de reducción de la pobreza.
La economía y la institucionalidad resisten, es verdad; sin embargo, no parece posible que semejante situación continúe si en las elecciones del 2026 no existe una salida viable a favor de la democracia y la economía de mercado. Si se logra esa salida auspiciosa tendremos que entender que la idea de las cuerdas separadas entre la política y la economía nunca funcionará.
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