La comisión de Constitución del Congreso de la R...
Una de las preguntas que se formulan diversos analistas nacionales e internacionales tiene que ver con la resiliencia de la democracia peruana frente a las evidentes amenazas bolivarianas y de las fuerzas antisistema. Considerando la crisis del sistema político, la desaprobación de las instituciones tutelares de la democracia y los interminables ciclos de corrupción pública, el hecho de que la democracia peruana haya evitado el golpe de Pedro Castillo y detenido las posteriores olas de violencia en contra del Estado de derecho parece un verdadero milagro político.
Finalmente, no es exagerado sostener que el Perú estuvo a punto de ingresar a una larga noche autoritaria si prosperaba el golpe de Castillo. ¿Cómo entender entonces la resistencia de las instituciones democráticas? Quizá las respuestas se hallen observando las resistencias de la moneda peruana y la economía en general. A pesar de la crisis política, a pesar de que la inversión privada se ha apagado, la inercia de dos décadas de crecimiento y reducción de pobreza se han convertido en las columnas que lo sostienen todo. Algo radicalmente diferente hubiese sucedido en el país si el triunfo de Castillo y la crisis posterior se hubiesen producido con una sociedad que aumentaba la pobreza.
En las últimas tres décadas la política falló casi en todo: desde la reforma del Estado, pasando por la incapacidad estatal de redistribuir la riqueza, que generaron los privados como nunca antes, hasta el desprestigio general de la clase política. Sin embargo, la pobreza se batió en retirada y el discurso antisistema asomó con peligro, pero finalmente no se impuso.
Semejante tendencia ha cambiado radicalmente luego del Gobierno de Pedro Castillo, sobre todo por el discurso de la constituyente y la promoción de las nacionalizaciones, que han detenido cualquier nueva inversión privada en el Perú. Antes de la pandemia la pobreza estaba en 20% de la población, pero hoy llega al 27.5% y alcanza a más de nueve millones de peruanos. La pobreza entonces ha llegado como un nuevo actor de la coyuntura y se convertirá en protagonista decisivo en las elecciones del 2026.
Por todas estas consideraciones, los sectores democráticos que defienden el Estado de derecho y la economía de mercado están en la urgente obligación de detener esas tendencias que construyen un escenario a favor de las fuerzas antisistema en general. En ese sentido, todos estamos conscientes de que la única manera de detener el aumento de pobreza y volver a reducir este flagelo social, inevitablemente pasa por desarrollar reformas que relancen un clima de gobernabilidad y respeto de la inversión privada.
En ese contexto, la instalación del Senado y el sistema bicameral y la derogatoria de la prohibición de la reelección de los congresistas son dos medidas imprescindibles para empezar a reconstruir el espacio público. Igualmente, el Ejecutivo y el Congreso deben proponer un plan para simplificar todas las sobrerregulaciones y procedimientos estatales que han convertido al Estado peruano en uno de los más burocráticos de la región. Sin la organización de un nuevo Estado no habrá posibilidad de detener la tendencia destructiva del aumento de pobreza.
Existen otras reformas –como las de la salud, la educación y la inversión en infraestructuras– que demandan maduraciones en el mediano y largo plazo. Algo parecido sucede con las reformas tributarias y laboral. En cualquier caso, el Ejecutivo y el Congreso deberían empezar a caminar en esa dirección.
Sin embargo, el Perú demanda con urgencia un nuevo sistema de representación política, un Estado más simplificado para garantizar un shock de inversiones, sobre todo en el sur; y la recuperación inmediata del Estado de derecho en el corredor minero del sur y las regiones mineras, hoy tomadas por las minorías radicales.
Lo cierto es que, sin cambios, sin reformas mínimas, el 2026 se presentará como un escenario adverso para la libertad.
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