La comisión de Constitución del Congreso de la R...
En medio de la crisis política e institucional que promueven el progresismo nacional y las diversas corrientes de izquierda, con el objeto de adelantar las elecciones, en el Perú comienzan a surgir imágenes muy fuertes que vinculan el futuro del país con el desarrollo. Por ejemplo, una de ellas es la inversión en el megapuerto de Chancay, que convertirá al Perú en un hub portuario, tecnológico e industrial que conectará la costa peruana del Pacífico con la costa Atlántica de Brasil.
Las infinitas potencialidades del puerto de Chancay inmediatamente nos alejan del entrampamiento institucional y político al que ha llevado la brutal judicialización de la política en el Perú. Y una gran mayoría de peruanos comienza a apostar por salidas constructivas e imagina un futuro asociado al desarrollo. Pero las cosas no terminan allí. El avance de Chancay, en el acto, relanza el proyecto del puerto de Corio en Arequipa y el de Bayóvar en Piura. De pronto los tres proyectos podrían convertir al país en el nuevo Hong Kong de América, en el eje nodal que conectará el nuevo polo de desarrollo industrial del planeta, el eje Asia-Pacífico, con el Atlántico.
Si a estas imágenes le sumamos el potencial del Perú en minería –sobre todo en cuanto a reservas de cobre y posibilidades en el oro, plata, zinc, entre otros–, la idea de un momento único en la historia nacional no es una quimera. Y si además sumamos las posibilidades de triplicar la extensión de tierras ganadas al desierto –a través de los proyectos hídricos– para las agroexportaciones, que convertirían al Perú en una verdadera despensa del planeta, imaginar un país desarrollado es absolutamente racional. Y ni qué decir de nuestras posibilidades en la industria del turismo y sus círculos virtuosos en provincias.
Sorprendentemente, en medio de la crisis institucional y política más complicada de las últimas dos décadas, comienza a surgir una idea de un Perú con futuro, de un país asociado al desarrollo de mega inversiones, crecimiento, reducción de pobreza y expansión del bienestar. La idea de una Edad de Oro del Perú, entonces, comienza a estar muy cerca.
Hubo un tiempo en que el país tuvo una Edad de Oro. Fue en los siglos del Virreinato español, cuando el Perú fue el centro del sur de las Américas, cuando el desarrollo de infraestructuras en Lima se acercaba a los avances de Madrid o ParÍs y cuando el mundo andino, a través de sus noblezas indígenas, prosperaba y controlaba la mayoría absoluta de las tierras del virreinato. Esa Edad de Oro del Perú ha sido enterrada por las leyendas negras en contra de España y por las estrategias de los criollos triunfadores en la Independencia que, luego de la fundación republicana, produjeron uno de los mayores despojos de tierras en América hispana.
Una nueva Edad de Oro para el Perú, por su ubicación geográfica y la concentración de costas y recursos naturales, entonces, no es una arbitrariedad, no es un capricho del voluntarismo.
Sin embargo, para construir una nueva Edad de Oro del Perú necesitamos una condición ineludible: construir el Estado de derecho. Ni las posiciones geográficas ni la bendición de los recursos naturales por sí solos posibilitan alcanzar el desarrollo y la prosperidad. Dos siglos de fracasos republicanos en el Perú lo demuestran y cuatro décadas de predictibilidad y desarrollo en Hong Kong y Corea del Sur también confirman que el Estado de derecho es la condición sine qua non de la prosperidad.
La construcción del Estado de derecho pasa hoy por la derrota de todas las fábulas del progresismo y de las corrientes neocomunistas, que buscan adelantar las elecciones en base a los humores de una encuesta ocasional. ¡No perdamos esta nueva oportunidad!
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