El ministro del Ambiente, Juan Carlos Castro, acaba de anuncia...
En las últimas décadas, el Perú ha logrado posicionarse como un actor destacado en la agroexportación mundial. Productos como la uva, la palta y los arándanos han conquistado mercados internacionales, convirtiéndose en referentes de calidad y eficiencia productiva. Pero este logro, lejos de ser un punto de llegada, es solo una parte del camino. Hoy enfrentamos un contexto difícil: conflictos comerciales como la guerra de aranceles con Estados Unidos amenazan nuestras exportaciones. Y lo más preocupante es que seguimos sin hacer la tarea pendiente en casa.
El modelo agroexportador no es sostenible sin una base sólida. Y esa base se construye sobre dos pilares: más tierras cultivables mediante proyectos de irrigación, y un marco legal que promueva inversión, tecnología y empleo formal en el campo. En resumen, necesitamos infraestructura y reglas claras. Hasta ahora, hemos tenido avances en lo primero, pero seguimos fallando en lo segundo.
Tomemos el caso del proyecto Majes Siguas II, en Arequipa. Esta obra emblemática busca habilitar 40,000 nuevas hectáreas para el agro, que se sumarían a las 16,000 ya en producción por Majes Siguas I. Además, contempla la construcción de dos centrales hidroeléctricas, una inversión de más de S/ 7,700 millones y la creación de más de 80,000 empleos permanentes. No es una promesa lejana, es una realidad posible. Pero el retraso de su ejecución ha sido escandaloso, por trabas burocráticas, conflictos sociales mal gestionados y, sobre todo, por falta de decisión política.
El potencial de Majes Siguas II va más allá de su magnitud económica. Lo que está en juego es una transformación estructural del agro. Hoy, el 95% de las parcelas agrícolas en el país tienen menos de cinco hectáreas. Son minifundios que, en la práctica, condenan a millones de pequeños productores a la agricultura de subsistencia. Sin tecnología, sin financiamiento y sin acceso a mercados, su futuro es limitado. Este modelo ya no da para más.
Si queremos un agro moderno y competitivo, debemos apostar por una agricultura a mayor escala, tecnificada y eficiente. Y eso no implica excluir a los pequeños productores, sino integrarlos de forma inteligente a cadenas de valor más robustas. Con riego, asistencia técnica, capacitación y asociatividad, muchos de ellos podrían pasar de sobrevivir a progresar.
Pero aquí viene el segundo problema: la ausencia de una Ley de Promoción Agraria que acompañe este proceso. La derogación de la Ley 27360 en 2020 dejó un vacío que hasta hoy no se ha llenado. La incertidumbre legal ha desincentivado la inversión, paralizado proyectos y generado inseguridad tanto para empresas como para trabajadores. El golpe ha sido más duro para los pequeños y medianos productores, que además enfrentan falta de infraestructura vial, baja conectividad y nulo acceso a créditos.
Hoy, el Congreso tiene en sus manos una propuesta de nueva ley que podría cambiar el rumbo. Se plantea, por ejemplo, exonerar del impuesto a la renta a quienes generen hasta S/ 154,300 anuales, aplicar una tasa de solo 1% para quienes no superen los S/ 721,000 en ventas, y fijar un régimen del 15% para todo el sector entre 2025 y 2035. También se proponen créditos tributarios para inversiones en tecnología, capacitación y modernización. Estas medidas no son dádivas. Son incentivos razonables para dinamizar un sector que, bien gestionado, puede ser mucho más productivo que muchas otras actividades extractivas.
El agro no puede seguir siendo el eterno postergado. En un país donde el crecimiento económico se desacelera y la informalidad laboral alcanza niveles récord, ignorar el potencial del campo es un error estratégico. La agricultura no es solo una fuente de divisas. Es un medio de vida para millones de peruanos, una herramienta de inclusión y una base sólida para el desarrollo territorial.
El Perú tiene la oportunidad, pero también la urgencia, de apostar por una política agraria moderna, pragmática y sostenible. No podemos seguir esperando. El campo ya esperó demasiado.
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