Editorial Cultura

Un país sin memoria es un país sin futuro

Nueva edición de S.P.Q.R.

Un país sin memoria es un país sin futuro
  • 16 de noviembre del 2021

Aquí presentamos los artículos de la segunda edición de la revista S.P.Q.R, en la que se analizan los mensajes anti occidentales del neoindigenismo que habla de supuestos “pueblos originarios”, en contraposición a nuestra herencia hispana. Evidentemente este análisis no se puede desarrollar sin reflexionar sobre la identidad nacional y latinoamericana a partir de las mezclas de las tradiciones de los pueblos prehispánicos y la herencia española.

Debajo de los artículos publicados se podrá descargar el PDF de la última edición de la revista (y de la anterior).

En unas semanas S.P.Q.R. tendrá su propio repositorio.

 

 

POR GIULIANA CALAMBROGIO CORREA DE BALMACEDA.

Sin lugar a dudas, un país sin memoria es un país sin futuro. Esta máxima, popularmente conocida, no siempre se ha entendido en sus reales dimensiones, porque la idea de tener memoria implica saber sobre nuestro pasado, conocer nuestra historia –la verdadera–, sobre todo para poder apreciar los aciertos y también para evitar repetir los errores del pasado. Y para proyectarnos a un futuro próspero, a un futuro de crecimiento sostenido porque ahora sí se acierta en la toma de decisiones.

Conocer nuestra historia sobre todo nos pone en posición de aprender a valorar los hechos pasados que son realmente contrastables (no los opinables ni los que debieron acontecer) para evitar caer en aquellas falacias que en su momento trajeron dificultades para el desarrollo, algo que normalmente ocurre con las mentiras. Y como toda mentira bien vendida siempre ha tenido una apariencia de bondad, una apariencia de mejoría, muchos de nuestros jóvenes idealistas, por desconocimiento, reviven esas viejas mentiras. Estos jóvenes solo se quedan en el dato histórico, pero no saben valorarlo en el contexto en que ocurrió. Y sin una actitud crítica no se entiende cómo se llegó a determinadas situaciones. 

Estas líneas tienen como propósito reflexionar sobre quiénes somos como peruanos con ascendencia hispana. Y eso solo es posible si sabemos qué caminos hemos recorrido como nación, para luego convertirnos en un país distinto. Un Perú que forjó su identidad en el grandioso mestizaje entre la hispanidad y nuestro pasado inca, como dos variables que ahora ya son inseparables. Sin embargo, cada vez vemos con más asombro que renegamos de una y pretendemos ensalzar la otra. Con absoluta ignorancia, pues al día de hoy no somos de manera pura, ni uno ni otro.

¿Les suena el que no tiene de inga tiene de mandinga? Y es que no es solo una frase para la ocasión. Todos somos mestizos, como diría José Antonio del Busto Duthurburu (El mestizaje en el Perú). Y esa realidad es mucho más rica que las situaciones anteriores. Ser peruano es sinónimo de esa mixtura maravillosa de razas y de culturas que nos dan la identidad que ahora tenemos.

Existe una tendencia a creer en la reivindicación indigenista en detrimento de los aportes que la hispanidad realizó en nuestra identidad. Se presentan como verdad muchas leyendas negras que tienen poco o nulo sustento histórico, con frases como “los españoles vinieron a aniquilar la cultura originaria”, o que “los indígenas fueron brutalmente asesinados a manos de los conquistadores hasta casi desaparecer”. Y hasta se sostiene sin el más mínimo decoro que en el incanato se vivía casi como en el jardín del Edén, y que todos disfrutaban de una sociedad pacífica y colaborativa.

Estas afirmaciones no solo son expresiones erróneas, sino que lindan con la mentira descarada cuando se contrastan con las fuentes históricas reales. Bastaría un pequeño repaso a las crónicas del Inca Garcilaso de la Vega, quien no solo por fachada llevaba el título de Inca, sino que en su linaje directo (su madre) había inmediata referencia a la nobleza incaica: las relaciones que cuenta que había entre el Perú y la Península son absolutamente incontestables por los que ahora solo quedan como ideólogos.

El incanato abarcaba gran parte de América del Sur en el año 1526, cuando Francisco Pizarro llegó junto a sus huestes a las tierras del norte de nuestro país. Pero lejos de ser un imperio pacífico, dominaba a muchos otros pueblos con implacable terror; era un gobierno teocrático que no toleraba ninguna rebelión. Son conocidas las diferencias y rebeliones de pueblos como los huancas, cañaris o los chancas, que se aliaron con los europeos para liberarse del dominio inca porque ellos, como los actuales “indigenistas”, también añoraban un regreso a sus condiciones originarias ante sus propios “invasores”. En su caso, los incas.

Estas líneas no tienen por objeto negar la grandeza del incanato (que logró, por ejemplo, el dominio del agro altoandino), ni la majestuosidad de su arquitectura megalítica, ni sus logros en astronomía. Pero tampoco debemos cegarnos ante lo sanguinario de esta cultura, ni tampoco podemos juzgar sus circunstancias con criterios actuales, como algunos historiadores y políticos pretenden imponer o reinterpretar.

El mismo panorama se vivía en los territorios mayas y aztecas –solo por referirnos a este lado del mundo–, donde los sacrificios humanos se realizaban para aplacar la furia de los dioses ante las situaciones climáticas incomprendidas o como parte de los festejos y rituales anuales. Dichos sacrificios eran sobre todo de adolescentes o mujeres vírgenes, elegidos y criados especialmente para este fin; y otras veces las víctimas provenían de las de tribus o pueblos subyugados por el poderío de la cultura dominante de turno. Algunas evidencias históricas registran que anualmente se sacrificaban entre 20,000 a 30,000 personas en la zona del Yucatán. Si bien es cierto en el incanato los sacrificios humanos no llegaron a esas proporciones, no cabe duda de que se realizaron. Y como prueba de ello tenemos a los niños de Llullaillaco, la Momia Juanita y la Momia Urpicha, por mencionar algunos.

Este escenario cambia radicalmente después de la conquista española. La civilización en Europa había dejado siglos atrás la idea de sacrificar vidas humanas a los dioses, gracias al aporte indudable de la cristiandad. Entre esos aportes destaca el concepto de dignidad, que se erige como verdadera fuente de derechos, y que hoy dirige todas las legislaciones y la estructura de nuevos derechos (no los que se inventan los nuevos y supuestos defensores de derechos, sino aquellos que de verdad responden a la naturaleza humana). Y será esta fe en Cristo la fuente de una amalgama que dotará de identidad al nuevo mundo, lo que hoy es Iberoamérica.

Los pueblos originarios serán cristianizados, pacificados y protegidos con igualdad jurídica. Sí, igualdad jurídica como la de cualquier español nacido en la península. Un indígena, que poseía alma y dignidad definida por la Escuela de Salamanca, será un súbdito de la corona, con los mismos derechos y deberes que uno nacido en la Península. Y esto, que ahora sostengo con claridad, parece escandalizar a muchos, porque hay una narrativa hegemónica que quiere hacernos creer que hubo un supremacismo peninsular que realmente no existió. Isabel La Católica y luego Carlos V se preocuparon por mantener un orden e igualdad que consta en las normas de la época, pero las demoras de las comunicaciones (entre la Península y América) y los vicios de los gobernantes siempre impidieron un goce pacífico y completo de tales derechos.

Hay mucho más que contar, siempre desde el realismo histórico, y en breve volveremos a ponerlo en su consideración. Por ahora sirvan estas líneas como punto de partida de una conversación que me gustará seguir manteniendo con ustedes, para propiciar un espíritu crítico de la historia; pero sobre todo para colaborar a formar la verdadera ciudadanía peruana, que permita reconstruir un Perú que ingresa al siglo XXI celebrando su bicentenario.

  • 16 de noviembre del 2021

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