Hugo Neira

Una novela excepcional y sin fin

Eduardo González Viaña y su libro sobre Ramón Castilla

Una novela excepcional y sin fin
Hugo Neira
23 de febrero del 2020


Eduardo González Viaña está de regreso. Y quedamos en vernos, pero tuvo la gentileza de dejarme su último libro en el Instituto donde trabajo. Un libro consagrado a Ramón Castilla. Eduardo, profesor de literatura y novelista, cuando regresa al Perú suele venir con un libro suyo bajo el brazo, si es que no varios. El caso es que le eché un vistazo, y no pude parar de leerlo hasta terminar en la madrugada del día siguiente. ¡Qué placer! Sin desmerecer sus anteriores novelas, cuentos y relatos, ¡esta es una
summa de sistemas estilísticos! 

Para comenzar mi modesto comentario (no soy un especialista en literatura de narraciones, más bien a ratos el ensayo), espero que me perdone el autor y el amable lector, pero hay algo que hacemos para saber por dónde va una narrativa. En la novela, es sabido que todo se juega en la primera frase. Pongamos un ejemplo con la novela más leída y popular de la literatura hispanoamericana: Cien años de soledad. Se inicia de esta manera: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Si la memoria no me traiciona, lo que sigue es la mención de Macondo. En unas frases, ya tiene usted los tiempos difíciles, los Buendía, Macondo y el encanto de descubrir el hielo, sobre todo en un país más bien cálido. Cuando digo todo, es lo real —las guerras intestinas— y a la vez el sistema de magia literaria de la que nos ocuparemos más adelante.

¿Y cómo se inicia el reciente libro de Eduardo González Viaña, para abordar la vida de Ramón Castilla desde el inicio, desde el saque, como dirían en fútbol? Con lo siguiente:  Los ojos cerrados y la cabeza inclinada, Ramón Castilla era un difunto, pero su caballo continuaba trotando». Esta frase está para diversos sentidos. Por una parte Castilla, realmente, fue desde sus inicios como soldado al lado de los españoles, un hombre de a caballo. (Hasta que un día se da cuenta de que su patria no era España.) Por otra parte, desde lo imaginario, el personaje Castilla muere y no muere. Se refiere González Viaña a hechos históricos, los soldados y partidarios lo esperaban en Arequipa para levantarse contra Vivanco. Mientras en Tarapacá se callaba su muerte. Entonces, ¿la imaginación del pueblo y del autor? Nada de eso, González Viaña, de la misma manera como ha introducido la magia literaria en este libro de diversas modalidades, tiene la prudencia de lo real e introduce textos históricos, bien separados, porque van en cursiva. En la página 45, por ejemplo: «En 1843, gobernaba el Perú el general Manuel Ignacio de Vivanco, su mayor rival político», etc. ¿Magia e historia? Algo más complejo, esa narración atrae y fascina.

¿Qué es este libro? Me preguntaba antes de leerlo qué episodio de la vida de Castilla lo llevaría a la literatura, o viceversa. Si cuando Pezuela le da de alta para formar parte de los Dragones del Perú o cuando, más tarde, se distancia de Bolívar. O cuando fue prefecto de Tarapacá, su lugar de nacimiento. O qué hizo en su primer gobierno en 1845. O cuando derrota a Vivanco en el Carmen Alto en Arequipa. O cuando lo exilian y lo envían a Europa. Pues bien, nada de eso, gracias al cielo. Todo eso está en los libros de historia. Seamos claro, el novelista ha decidido no contar la historia de un hombre, sino cómo se construye desde su temeraria juventud. O más claramente, cómo Castilla se vuelve Castilla. Una aventura, un viaje. Y entonces, un hombre excepcional.

Lo central de esta narrativa, es el joven Castilla. El hecho es que hasta nuestros días, no había sido tratado a fondo. Mire bien, el amable lector, este periplo: «Atraviesa la Amazonía, recorre 11,000 kilómetros del bosque más feroz del planeta. Se traslada a pie, en canoa, a mula y a caballo. Lo atacaron las fiebres. Fue apresado. Encontró en los caminos serpientes y boas, hormigas gigantes, arañas carniceras y sanguinarios cazadores de negros y de indios». Tenía 21 años, y nada lo detuvo. Pertenecía al ejército español desde sus 15 años, y estaba caminando hacia el Perú para volver a juntarse con sus compañeros. A pesar de todo, un día cambió de idea. El joven soldado realista se convertiría después —atravesado por una lanza— en patriota y en héroe de la batalla de Ayacucho. Más tarde, como presidente, «firmaría el decreto de abolición del tributo indígena y de la esclavitud». Contraportada. 

Si esto es así, quiere decir que cada página, cada lugar, ha exigido una investigación minuciosa y monumental. Recorrieron ciudades, ¡y «culturas»! Se imaginan lo que vieron en Buenos Aires, en Río de Janeiro, y pasar la selva y las cordilleras para llegar a Santa Cruz. Eran dos jóvenes, Ramón Castilla y Fernando Cacho, teniente coronel en 1818, al servicio de España, con quien atraviesa el Desaguadero. No es una fantasía, en el Diccionario histórico-biográfico de Milla Batres, aparece ese personaje al lado de Castilla. En el viaje y en el libro, aparecen los bandeirantes —los comerciantes de esclavos— y curanderos y chamanes, encuentran insurrectos y no insurrectos, hablan con unas amazonas, juegan póker con un panará —un indio de una tribu amazónica— que está muerto pero juega el póker. Un capítulo habla de árboles, hombres y mujeres y niños oscuros. Les explican adonde van los ríos cuando mueren. El virtuosísimo González Viaña recurre al feed back, pero también a saltos, skip forward. En esta novela a la vez real e imaginada, la estructura la llamaríamos «poliédrica» en el léxico de los literatos, quiere decir «mecanismos narrativos de fases diversas». 

Volviendo a Gabriel García Márquez, a su «sistema de círculos mágicos» (según Oviedo), merece que se le compare con los de Eduardo González Viaña porque me parece que va más lejos. En Cien años de soledad, una familia, los Buendía, un clan familiar. En la novela que comentamos, es un personaje que porta sobre sus espaldas el emblema de unos hombres y su tiempo, los caudillos peruanos en los inicios del siglo XIX. Si Macondo es una aldea, la Amazonía es un continente. A nivel mundial, me parece que esta obra se aproxima a La montaña mágica de Thomas Mann, por los manejos del tiempo. Zeitroman. Lo de Eduardo, como no tiene comienzo del todo, tampoco se acaba. Porque según el caballo y sus soldados, Ramón Castilla no muere nunca. A propósito, La Ilíada, teóricamente es la narrativa del largo sitio de Troya (diez años), arranca en el último año tras un debate entre reyes y marineros, hartos de batirse. Vence, como sabemos Ulises, no la espada sino la astucia: el Caballo de Troya que lleva ocultos en el vientre los guerreros aqueos que abrirán en la medianoche las inexpugnables murallas de los troyanos. 

Bravo Eduardo. Tu libro va a tener un éxito enorme. Es el arte entero de cómo se novela. Y me tinca que acaso inconscientemente, te remites a las audacias de los posmodernistas —o sea, Valdelomar y Eguren— en los sutiles juegos de tu viaje introspectivo con Ramón Castilla. Me animo, pues, a decir que por su estructura asimétrica, esta novela escapa a los marcos o límites realistas o imaginarios, que resultan esta vez, desbordados. Viene a tiempo. «Los grandes supuestos han caído y sólo es posible escribir desde las incertidumbres propias de estar haciéndolo en tiempos difíciles» (Oviedo, tomo IV, página 403).

Hugo Neira
23 de febrero del 2020

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