Ángel Delgado Silva

Un fallo deplorable

Juridicismo de la CIDH afecta la democracia política

Un fallo deplorable
Ángel Delgado Silva
14 de febrero del 2018

 

El 8 de febrero del año en curso se ha conocido la resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos por la cual se requiere al Estado peruano a que se “archive el procedimiento de acusación constitucional actualmente seguido ante el Congreso de la República”, contra cuatro magistrados del Tribunal Constitucional. Para comprender las gravísimas consecuencias de este fallo vamos a abstraernos de las circunstancias concretas que definen el caso. Apreciaremos, de esta manera, cómo se afectan reglas y principios constitucionales que sustentan a todo régimen democrático y que son esenciales para controlar el poder.

Empecemos diciendo que el Art. 99º de la Constitución peruana establece la posibilidad de acusar constitucionalmente a los más altos funcionarios del Estado, desde el presidente de la República hasta el contralor general, pasando por los congresistas, ministros, jueces supremos y miembros del TC, entre otros. El motivo, la comisión de alguna infracción constitucional o delitos en el ejercicio de sus funciones. Un mecanismo de control registrado en todas la cartas políticas de los países democráticos, urbi et orbe.

Estamos ante el juicio político constitucional, que en el mundo anglosajón se conoce como impeachment. Se trata de una medida aplicable a aquellos que están investidos de gran poder, sea este político, administrativo o jurisdiccional. En ningún caso alcanza a los ciudadanos o funcionarios menores.

Le corresponde al Parlamento entablar el juicio político, ante alguna denuncia ciudadana. Cumple una doble función: quitar el fuero del que gozan estas autoridades aforadas, mediante el desafuero, con el objeto de que sean juzgados por los tribunales ordinarios, si hubieran cometido algún delito de función. Pero también el proceso de acusación constitucional sanciona las infracciones a la Constitución, que no son delitos, destituyendo al funcionario e inhabilitándolo para el servicio público.

Como observamos, el juicio político se aplica a los más poderosos del país; solo a aquellos que con sus decisiones u omisiones pueden causar graves estragos a los ciudadanos y sus derechos. Es una forma democrática de controlar su enorme poder, pues cualquier persona afectada puede acudir al Parlamento y denunciar el agravio. La acusación constitucional se tramita a través de un procedimiento con varias etapas, fijado por la propia Constitución. Y, por supuesto, el funcionario imputado “tiene derecho, en este trámite, a la defensa por sí mismo y con asistencia de abogado ante la Comisión Permanente y ante el Pleno del Congreso”, como lo dispone el Art. 100º constitucional.

A raíz del insólito fallo de la Corte de San José de Costa Rica, este control político constitucional quedará proscrito, a pesar de su fundamento en la misma Constitución. Obsérvese que la Corte no está revisando la decisión final del Congreso (podría hacerlo, con legitimidad, si advierte arbitrariedad). No, que va. Está impidiendo que se lleve adelante la acusación constitucional, al intervenir en pleno trámite y antes que se agoten las vías nacionales. Por eso ordena el archivo del procedimiento.

De este modo, la Corte —que debiera cautelar los derechos ciudadanos— aparece defendiendo los privilegios de las autoridades, al impedir que sean objeto de control ante el ejercicio abusivo de su poder. Fundamenta su decisión es que estos funcionarios “gozan de inmunidades y prerrogativas” en el ejercicio de su función, por lo que solo podrían ser procesados por la comisión de delitos y en sede judicial. En consecuencia, ya no serán imputados por infracciones constitucionales ni procesados por la Representación Nacional. El Art. 99º de nuestra Constitución habría sido abrogado por esta resolución de la Corte.

El razonamiento de la Corte, que lleva a avasallar normas constitucionales y eliminar mecanismos para controlar el poder —imprescindibles en todo régimen que se repute democrático— tiene determinados fundamentos. Responde a una ideología que ha fetichizado la razón jurídica, a la par que absolutiza los procedimientos judiciales. A la luz de esta concepción no habría más forma de control del poder que la jurídica, los delitos serían las únicas inconductas relevantes y el procedimiento juridicial desplazaría a cualquier otro. Por lo tanto, no existirían controles políticos para limitar al poder, ni la idea de infracción constitucional y el juicio político sería una ilusión; una contradicción de principios, carente de toda validez.

Estamos ante una mala lectura de la teoría del Estado constitucional de derecho. Confunde la hegemonía de la Constitución como criterio ordenador de las prácticas políticas con la abrogación de la política en sí. Aspira a regular jurídicamente todos los aspectos de la convivencia social hasta el detalle, negando espacio para el juego democrático, para la adopción de decisiones políticas libres y para la solución de conflictos que apelan a la regla de la mayoría, pues no son reducibles a variables jurisdiccionales.

El totalitarismo juridicista de la Corte afecta la democracia política. Y como toda imposición, reduce y somete la política espontánea, libre y democrática. Condición para instaurar un “gobierno de los jueces”, que no puede ser otra cosa que una tiranía, como lo estamos viendo.



Lima, 12 de febrero de 2017

 

Ángel Delgado Silva
14 de febrero del 2018

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