Carlos Adrianzén
Son los incentivos, compadrito
Reflexiones en torno a la corrupción en el Perú
Hablar, culpar y hasta indignarse por los escándalos de corrupción de estos tiempos es una suerte de práctica nacional. Desdichadamente para nosotros, reflexionar fríamente sobre ese mismo temas es raro. En estas líneas los invito a hacerlo. Y para ello nada mejor que aclarar de qué estamos hablando.
Y es que la corrupción es la descomposición de la burocracia, y para su existencia existe una condición sine qua non: se requiere de burócratas coimeros (recolectores de coimas); coimeados (receptores de coimas) y “ciegos, sordos y mudos” (cómplices pasivos o activos de los coimeros o coimeados).
Tengámoslo muy, pero muy claro: los responsables primarios de la corrupción son los burócratas. A ellos les pagamos para que la corrupción sea cero. Si ellos cumpliesen impecablemente sus responsabilidades (como administradores, ofertantes de un servicio, jueces, fiscales o policías), la corrupción no existiría y los privados inclinados a trampear la ley estarían presos. Implacable y oportunamente. La corrupción campante, pues, refleja un monumental fracaso estatal.
Este costosísimo fracaso estatal es consecuencia de un deficiente alineamiento de incentivos. Cuando no se desincentiva estrictamente el quiebre de la ley, la elección y selección de servidores públicos resulta también dañada. El fenómeno se retroalimenta. Los coimeros, los coimeados o los “ciegos, sordos y mudos” se aseguran de que las capacidades y reglas vigentes hagan que la probabilidad del oportuno juzgamiento y castigo a los involucrados resulte cercana a cero.
No es, pues, casual la proliferación de nuevos ricos —nunca sancionados— entre presidentes, ministros, congresistas, alcaldes, gobernadores, funcionarios, fiscales, jueces, policías, etc. de regímenes previos. En buen español —dada la traza del grueso de nuestra burocracia y la naturaleza del marco legal vigente— la probabilidad de que un burócrata vaya preso por sus fechorías es mínima.
No basta, por lo tanto —para calmar a la opinión pública—, apostar por una enésima comisión de iluminados que destituya y vuelva a seleccionar a los responsables. Y es que mientras la probabilidad que un burócrata delincuente vaya preso resulte mínima, el fenómeno se reproducirá. Como sostenía Gary Becker, ese destacado premio nobel de Economía de fines del siglo pasado, los incentivos hacen la diferencia.
Ahora bien, recomponer los incentivos es una tarea sencilla, pero tremendamente dolorosa. Requiere de liderazgos que hoy no parecemos tener. No basta con reducir discrecionalidades, depurar planillas o rehacer marcos legales. Previamente hay que castigar a todos los implicados, burócratas y privados. Y esto requiere además de jueces, fiscales y policías impecables. Y por supuesto, de esquemas penitenciarios masivos. Así, sin incentivos tajantes y cárceles llenas, la corrupción continuará.
Sobre estas reflexiones agreguemos tres observaciones claves:
1. La corrupción –generalizada- no es reciente. Aunque no se pueda medir directamente —dado que la corrupción pocas veces deja evidencia—, los muestreos de percepción de corrupción publicados globalmente comprueban que la existencia de este fenómeno (desde inicios de los noventas a la fecha) nos ha empobrecido significativamente. Nos ha substraído más de un PBI, dado su efecto negativo sobre el crecimiento del país. Pero no se ilusione; si bien en los años de la dictadura socialista, en los setentas o en los tiempos de la malhadada alianza entre el APRA y la Izquierda Unida no se publicaban estos índices, la evidencia y prácticas de deterioro institucional ya resultaban difícil de esconder.
2. La corrupción masiva traba el crecimiento. Con intensiva corrupción, las probabilidades de registrar alto crecimiento económico —ergo, desarrollo— se reducen severamente. No es solo el dispendio de recursos y la contracción de la oferta efectiva de servicios públicos. Las inversiones privadas —extranjeras y nacionales— se retraen drásticamente.
3. La peor corrupción es la microcorrupción. Además de la corrupción de los presidentes y ministros, existe la corrupción micro u hormiga: la de los porteros, los escribanos, funcionarios menores o los policías. Es la que explica el grueso del daño; y sin embargo, es la que resulta mucho más difícil de reducir, y más popular mantener. Y por ello, hay que tener en cuenta, además, que sin aplicar la ley generalizadamente y encarcelar a decenas de miles no habrá mayor progreso.
Sobre estas observaciones descubramos a los grandes catalizadores políticos de la corrupción: el estatismo (un estado abultado con aberrante discrecionalidad) y el socialismo mercantilista (que infla lo estatal o bloquea lo privado para expandir sus áreas de negocios nada santos). Y como la aceituna de este Martini: hay que desconfiar de los acusadores hoy vociferantes, sus violentas marchas y su discurso. Recordemos las últimas seis décadas: los grandes acusadores siempre terminaron siendo —cuando llegaron al poder (y gracias a los aludidos incentivos)— grandes ladrones, y a todo nivel de gobierno.
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