Darío Enríquez

Que los héroes de la paz sean símbolos de la reconciliación

Debemos honrar a quienes ofrendaron sus vidas por nosotros

Que los héroes de la paz sean símbolos de la reconciliación
Darío Enríquez
17 de enero del 2018

 

En las últimas semanas la necesidad de un verdadero proceso de reconciliación se ha convertido por primera vez en un tema nacional. Sin embargo, frente a tantas definiciones, acepciones y variantes de cómo podría llevarse adelante ese proceso —teniendo en cuenta el evidente fracaso del propuesto por la CVR— nos permitimos sugerir un paso fundamental previo para la construcción digna, legítima y patriótica de nuestra reconciliación.

Se trata del reconocimiento a quella gente que arriesgó y ofrendó su vida por nosotros. De héroes de la paz cuyo recuerdo imperecedero debería ser evocado en forma permanente y sistemática, porque sin su extremo valor para enfrentar a la insania terrorista, sin su preciosa sangre derramada, hoy nuestro país podría estar sometido a una cruel, sanguinaria y genocida dictadura polpotiana.

Vamos a señalar a nueve de esos grandes héroes de la paz. En nombre de esos nueve héroes, rendimos homenaje a miles de ellos, que sucumbieron o fueron mutilados en la larga lucha contra las hordas terroristas, en el difícil camino que como nación seguimos en defensa de nuestra patria y nuestras vidas. A ellos les debemos la paz, y en su memoria debemos cimentar la necesaria reconciliación.

En 24 de abril de 1985, el entonces presidente del JNE, Domingo García-Rada, fue atacado por un comando de aniquilamiento de Sendero Luminoso. Dos balas en la cabeza quisieron acabar con la vida de quien valientemente dirigía el proceso electoral al que los terroristas se oponían ferozmente, porque las expresiones de voluntad popular eran insoportables para quienes pretendían llevar a la realidad el mesianismo satánico de la izquierda genocida. No lograron su propósito, y don Domingo sobrevivió milagrosamente al execrable atentado; pero lo que debió ser la feliz jubilación de un hombre digno e íntegro, se convirtió en una lucha frente a las secuelas de tan terrible atentado. Una lucha que se extendió hasta 1994, año en que falleció este gran hombre de paz.

El 29 de agosto de 1987, un comando terrorista cumplió la orden directa dada por el genocida Abimael Guzmán: “Hay que matar a ese perro del Opus Dei”. Se trataba de asesinar a Rodrigo Franco Montes, entonces presidente de ENCI y uno de los políticos más prometedores y calificados del partido aprista. Era el gobierno de Alan García. En la madrugada de ese día lo acribillaron sin piedad, a Rodrigo Franco y a su chofer Hugo Ortiz, otro anónimo mártir de la democracia. Enemigos del Perú y de la verdad, que desde siempre pululan entre lo más perverso del amarillismo mediático, pretendieron desviar la atención hacia una execrable especulación: “Es un ajuste de cuentas entre apristas”, decían. Sendero Luminoso reivindicó su crimen y hoy se ha comprobado plenamente tanto la autoría de esos sanguinarios senderistas como la orden dada por su vesánico cabecilla. Una orden que resume los odios primarios y viscerales que hasta ahora siguen presentes en el “catecismo” de sus primos hermanos ideológicos de la izquierda peruana: odio político y religioso. La reconciliación entre los peruanos debe tomar nota de lo necesario que es superar esos odios criminales.

En el verano de 1992, asesinos terroristas de Sendero Luminoso cumplieron con la amenaza de asesinar a la más notable lideresa femenina de Villa El Salvador. María Elena Moyano, fiel a sus principios en defensa de la verdad y la vida, se había enfrentado a hordas terroristas que pretendían tomar el control de la dirigencia popular en el cono sur de la ciudad, y las había vencido en el seno de la lógica que propone toda organización popular. Por eso la sentenciaron a muerte. El 15 de febrero de 1992 debería ser una fecha conmemorativa nacional para elevar la enorme figura de María Elena Moyano y su heroísmo sin par, y para recordar que nunca debemos permitir que en la sociedad prosperen grupos execrables, vesánicos y genocidas como los terroristas que la asesinaron cruelmente, destrozando su cuerpo moribundo con un dinamitazo. Y todo ello frente a sus dos menores hijos, que fueron obligados a presenciar el abominable acto.

Exactamente una semana antes de la navidad de 1992, el dirigente sindical Pedro Huillca Tecse (padre de Indira, actual congresista) fue asesinado en la puerta de su casa por un comando de aniquilamiento, con el modus operandi de las hienas terroristas de Sendero Luminoso. Era un hecho que Huillca se había opuesto enérgicamente a que la CGTP fuera controlada por grupos terroristas. A las pocas horas, una edición del Diario de Marka —vocero senderista— se atribuía el hecho de sangre, como era usual cuando el grupo terrorista perpetraba sus fechorías. Al cabo de varios años, en un cruce de diversas versiones, se definió como autor al Grupo Colina, comando paramilitar al que también se atribuyen las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta, represalias contra la masacre de Húsares y el atentado de Tarata, respectivamente. La familia Huillca recibió una indemnización económica que no hubiera recibido si se hubiera mantenido la versión de los propios terroristas. Hay sospechas de negociado.

 

Los peruanos merecemos la verdad, no puede quedar en el aire la explicación de por qué los propios terroristas se atribuyeron el asesinato de Huillca si es que lo hicieron otros. Tampoco se explica que los senderistas tuvieran el móvil perverso de haber sido impedidos de controlar la CGTP por el liderazgo contrario de Huillca, mientras que, desde la lógica criminal del Grupo Colina, no haya ni una sola “razón” (véase las comillas) para perpetrar el crimen contra Huillca. Conocer esta y otras verdades es requisito ineludible en el proceso de reconciliación, más allá de que, sin duda, Pedro Huillca —con la información que se maneja hasta el momento— es otro de los héroes caídos en la negra y profunda noche que fueron las casi dos décadas en las que todos los peruanos sufrimos el ataque de esos chacales sanguinarios, los terroristas de Sendero Luminoso y MRTA.

Otro tanto sucedió con Pascuala Rosado, dirigente de Huaycán —al este de la ciudad de Lima— que Sendero Luminoso había elegido como punto estratégico para su campaña de hostigamiento a la capital, en la lógica maoísta espantosa de llevar su “guerra” del campo a la ciudad. Su liderazgo se convirtió en una barrera infranqueable para los sanguinarios polpotianos. Su defensa del derecho de las comunidades a decidir su propio destino —a favor de la vida, del trabajo y del progreso— era incompatible con el verticalismo asesino de la izquierda genocida de Sendero Luminoso. El fatídico 6 de marzo de 1996 un comando de aniquilamiento senderista, cumpliendo su tétrico protocolo, no solo la asesinó en forma cruel y violenta, sino que despedazó su cuerpo para aleccionar a quienes se opusieran a sus designios.

Luego de 125 días de ser secuestrados violentamente y retenidos en la embajada de Japón, los 71 rehenes rescatados por la heroica operación Chavín de Huántar deben su vida al profesionalismo y valentía de los comandos especiales del Ejército peruano. Dos de ellos fallecieron en su misión de proteger la integridad y la vida de personajes políticos a quienes los terroristas del MRTA usaban como carnada humana, vileza propia de una felonía extrema. El comandante EP Juan Valer Sandoval y el teniente EP Raúl Jiménez Chávez dieron su vida por nosotros. Mención especial merece también el juez supremo Carlos Giusti Acuña, único rehén cuya vida fue tomada cobardemente por los terroristas antes de ser rescatado. El 22 de abril de 1997 nos marcó a todos los peruanos con la huella indeleble que deja en nuestro espíritu haber sido testigos del heroico sacrificio de nuestras gloriosas FF. AA.

La izquierda genocida pretende reciclarse en el Perú. Hasta cierto punto lo han logrado, volviendo a penetrar e infiltrar sindicatos, medios y universidades. Tiene diversos disfraces, desde la militancia ecologista hasta la militancia “de género”, pasando por el animalismo, el falso pacifismo y hasta el cambio climático. Pero nuestras izquierdas no han renunciado a la violencia “revolucionaria” como medio para la toma del poder: “Te asesino si no piensas como yo”. Una de sus variantes pretende ahora llegar por la vía electoral al gobierno y luego tomar el poder desde dentro, sirviéndose del aparato del Estado para hacer realidad su infierno socialista. Veamos el espejo de Venezuela, en lo que pudo convertirse el Perú si no hubiésemos cambiado la tendencia catastrófica que teníamos en 1990. La historia no debe repetirse sino conocerse, difundirse y valorarse. Así, ante la imperiosa necesidad de reconciliarnos con nosotros mismos y nuestra historia reciente, debemos honrar en forma imperecedera a quienes —sin condiciones ni límites— ofrendaron su vida por nosotros.

 

Darío Enríquez
17 de enero del 2018

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