Francisco Swett

Federalistas versus antifederalistas

Una discusión que lleva más de dos siglos

Federalistas versus antifederalistas
Francisco Swett
06 de julio del 2020


Doscientos años de existencia republicana son suficientes para probar si un régimen de gobierno –unitario o federal– funciona o no. La experiencia americana, el Estado federal referente, es en ese sentido relevante; como lo es, por la experiencia vivida, el Estado unitario de Ecuador, basado en un régimen centralista de reparto económico y estructura piramidal de autoridad. 

Esta discusión es aplicable a muchos países. En el caso de Ecuador, el colapso del régimen centralista –producto de sus vicios de concepción, corrupción endémica, colapso económico, y fracaso de doscientos años en forjar una Nación fuerte, no obstante la generosa dotación de recursos del territorio– han puesto sobre la palestra el tema de si el régimen republicano unitario actual debe dar paso a una confederación reunida, a través de un estatuto federal que –llegado el momento– deberá reemplazar la veintena de ensayos constitucionales que han terminado en reinvenciones periódicas del Estado con la expectativa de obtener resultados diferentes. 

Los números demuestran que repartir el “pastel” bajo los principios de territorialidad de los impuestos (esto es, la acreditación de los mismos al domicilio del consumidor y no del oferente de bienes y servicios), la autonomía administrativa (para desmantelar el aparato regulador voraz, que alimenta los apetitos de una burocracia insaciable), y la entrega de una cantidad predeterminada, porcentual o bajo cualquier otra fórmula, a un Gobierno central cuyas competencias están perfectamente delineadas, son viables. 

Esta realidad numéricamente racional, no obstante, se enfrenta a los argumentos contrarios sustentados por el poder constituido. La burocracia weberiana se ha apropiado para sí del poder y el ejercicio monopólico de la autoridad; se autoconfiere toda suerte de prebendas, de remuneraciones por encima de su dudoso valor agregado, y de privilegios que, en la era del activismo de las redes sociales, son denunciados a diario. La impronta del Gobierno es que el federalismo conducirá, virtualmente, a la disolución del país; que es una doctrina egoísta y ahondará más las diferencias entre provincias y regiones; que multiplicará la burocracia y que, al disminuir la capacidad operativa del gobierno central acrecentará la vulnerabilidad económica.

En nuestra región, esta es una discusión de vieja data. Simón Bolívar era parcial a la concepción republicana de Platón, y su espíritu autoritario, forjado en las sangrientas luchas por la Independencia, lo llevó a concluir que la nación sudamericana que él soñaba no tenía espacio para espíritus autonomistas. Fue así como sojuzgó, manu militari, a Guayaquil en 1822, defenestró al gobierno de José Joaquín de Olmedo, de persuasión federalista, y logró dejar enquistado a su lugarteniente Juan José Flores como primer presidente del Ecuador, iniciando así un largo período de dominio del centralismo. 

Los argumentos históricos y políticos, sin embargo, trascienden los linderos del localismo pues se asientan en la base misma de lo que es el Estado-Nación y su forma de gobierno. La protesta contra el establishment es estentórea. Es, por estos días, la rebelión de las masas de americanos que condenan la vigencia del Estado profundo (deep State). Con motivo de la celebración del 4 de julio vienen una vez más a la mente las discusiones de los Papeles federalistas y antifederalistas que, en 1787, culminaron con la aprobación del texto de la Constitución de los Estados Unidos de América. Fueron debates que sobreviven en el tiempo por la fuerza de las ideas, todas ellas confrontadas por mentes como las de Alexander Hamilton, James Madison y John Jay por los federalistas; y Jefferson, Patrick Henry, George Mason y James Monroe como antifederalistas y defensores de los derechos de los Estados ante el gobierno federal.

Las posiciones, en aquel entonces como ahora, se resumieron en “unidos somos más fuertes, divididos perecemos” versus “mientras más grande el Gobierno, mayor es el problema”. Son argumentos que fluyen en vertientes crecientemente divergentes. Como lo pusiera Thomas Jefferson a Henry Lee, en una carta que data de agosto 10 de 1824, los hombres se dividen en dos grandes grupos: “los que temen y desconfían de la gente, y están dispuestos a entregar el poder a la aristocracia; y los que se identifican con la gente, confían en ellos y los consideran los más honestos y seguros… Siempre habrá opuestos, ya sean liberales o serviles, jacobinos o ultras; conservadores, republicanos o federalistas son los mismos actores [a través de los años]”.

Está demostrado que la libertad y la prosperidad van de la mano. La diversidad solo se puede fundir en una unidad que la reconozca. No cabe, entonces, repetir las mismas necedades y esperar que los resultados sean diferentes.

Francisco Swett
06 de julio del 2020

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