Ignacio Benedicto

El Sodalicio fue producto de la Teología de la Liberación

Se creó para combatir la hegemonía de la tendencia progresista

El Sodalicio fue producto de la Teología de la Liberación
Ignacio Benedicto
07 de noviembre del 2024


La vida cívica y política en América y el Atlántico norte atraviesa un período de grave polarización, una tensión que, aunque no es un fenómeno nuevo, se ha intensificado en las últimas décadas. Tras la caída del muro de Berlín, se vivieron unos años de pausa y relativo consenso. Sin embargo, antes de eso, el mundo había soportado casi cinco décadas de Guerra Fría. Precediéndola, tuvimos la Segunda Guerra Mundial y los turbulentos años que la hicieron posible. Y aún más atrás, los tiempos surgidos de las revoluciones francesa y rusa, y antes la revuelta protestante.

Históricamente, ha habido una relación directa entre las ideologías revolucionarias y la polarización. Estas ideologías originan, casi siempre de manera intencional, una reacción inversamente proporcional. Es decir, la promoción de un extremismo tiene como fin generar el extremismo opuesto. Por ejemplo, los movimientos marxistas buscan activa y deliberadamente “agudizar contradicciones” para causar la inevitable reacción que, esperan, facilite el estallido revolucionario. Parte de su estrategia polarizadora es denunciar esa reacción—que ellos buscan—como gratuita o desproporcionada.

 

El Papa Francisco y la polarización

El Santo Padre Francisco ha exhortado en numerosas ocasiones a superar el círculo vicioso de la polarización en el que hemos caído, a abandonar las ideologías opuestas que nos dividen, y a construir puentes. En su encíclica Fratelli Tutti dijo:

“La mejor manera de dominar y de avanzar sin límites es … suscitar la desconfianza constante, aun disfrazada detrás de la defensa de algunos valores. Hoy en muchos países se utiliza el mecanismo político de exasperar, exacerbar y polarizar. Por diversos caminos se niega a otros el derecho a existir y a opinar, y para ello se acude a la estrategia de ridiculizarlos, sospechar de ellos, cercarlos. No se recoge su parte de verdad, sus valores, y de este modo la sociedad se empobrece y se reduce a la prepotencia…” (FT 15).

También es cierto, sin embargo, que el Papa ha instado a los fieles a “hacer lío”. Construir amistad social y hacer lío parecen propuestas contradictorias. Peor aún: sabemos bien lo que ocurre cuando el llamado a hacer lío cae en manos de los ideólogos de la polarización. ¿Será que el Sumo Pontífice nos pide hacer lío para desactivar finalmente a los polarizadores y construir puentes entre antiguos adversarios?

 

Bailaré sobre tu tumba

Si es así, el Cardenal electo, Carlos Castillo, parece no haberse enterado. En su reciente artículo en El País, lejos de aprovechar la oportunidad para tender la mano, el Cardenal nos presenta un texto impregnado de hybris divisiva. Castillo sale a hacer lío, pero desde el poder y con todas las herramientas nacionales e internacionales que éste pone en sus manos. Castillo no sigue el llamado del Papa Francisco de “primerear”, “misericordiar”, oler como sus ovejas, y construir puentes. Al contrario: el purpurado sale pala en mano a cavar una zanja ancha y profunda en la cual arrojar por fin, y terminar de enterrar, a sus viejos antagonistas. Precisamente lo que Francisco llama “la cultura del descarte”

Ahora que el Arzobispo ha sido nombrado Cardenal, parece sentirse doblemente validado para resolver de manera definitiva esa antigua enemistad, concediéndose a sí mismo la última palabra. De manera vergonzosa, el artículo desnuda un viejo encono. Ahora que los reflectores están sobre el Sodalicio, Castillo parece creer que nadie se va a dar cuenta de la verdadera naturaleza de su texto. En él nuestro primado muestra que su preocupación principal no es pastoral—ni por las víctimas que hayan dejado los acusados del Sodalicio, ni por los fieles que de buena voluntad buscaron en ese movimiento un hogar donde vivir su discipulado cristiano. En este escrito Castillo se saca la mitra y se pone la boina de sociólogo “comprometido” que nos hace el favor de interpretarnos a los legos la “realidad social”. El artículo no es sino una apología “victoriosa” de sus pasados juicios sobre el Sodalicio (y movimientos parecidos), una reafirmación impúdica de sus añejos compromisos ideológicos, y una reivindicación “final” de su trayectoria y la de los suyos. Con este artículo Castillo aprovecha su nombramiento como Cardenal para hacerse justicia a sí mismo y a sus compañeros de lucha.

 

Reivindicación y vindicta

Triste espectáculo para la Iglesia en Lima, el Perú, y el mundo hispanohablante ver al Arzobispo dejar suelto al sociólogo “comprometido” que aún lleva dentro. Lamentable ver que la voz del vanguardismo setentista levanta la copa desde la sede de Santo Toribio de Mogrovejo. Penoso observar cómo se permite la mala voluntad de trabajar por la desaparición de sus ovejas “descarriadas” y de darle la estocada final a su bête noire cuando yace malherida.

En lugar de acercarse con misericordia a las personas que de buena fe han sido parte del Sodalicio—y que tienen tanto derecho a su solicitud pastoral como aquellas otras ovejas para las que reserva su opción "preferencial" (dizque “no exclusiva”)—el cardenal opta por no tener para ellos sino inquina pública. Porque juzga, “como teólogo y sociólogo”, que su pecado es el peor de todos: Ser conservadores y “fachos”.

Solo él y los posibles involucrados saben si el pastor les ha tendido una mano en privado. Espero que así haya sido. Pero nada en el artículo permite suponerlo. En lugar de cultivar la virtud de la magnanimidad (ahora que se siente triunfador) o al menos de aparentar ejercerla (ahora que el Sodalicio está en el suelo), le pone la rodilla en el cuello. No solo no hay que hacerles—tampoco ahora—un lugar en la mesa, sino que, si cualquier “facho sectario” se presenta, hoy como ayer deben ser rechazados de plano, abucheados, marginados, bloqueados y expectorados, porque—nos recuerda—en su círculo nadie nunca los invitó.

 

¿Y la viga en el ojo propio?

De todos los grupos “sectarios” y “simplistas” en los que el flamante Cardenal podría haberse enfocado (incluidos aquellos ideológicamente más cercanos a él), Castillo infla al Sodalicio y lo presenta como su viejo archienemigo. En realidad, en los tiempos de los que se ocupa su artículo, el Sodalicio no era más que un grupo pequeño y marginal que, sin embargo, excitaba de manera desproporcionada el imaginario clasista de los sociólogos “comprometidos”—los mismos que merodeaban las organizaciones católicas que, gracias al trabajo de “líderes juveniles”, ahora les eran afines. Estos sociólogos no ocultaban su deseo de erigirse en ideólogos-teólogos de su nueva praxis política revolucionaria.

Si a este pastor no le alcanza la misericordia para sus ovejas indeseables, ¿será que el científico social sí tiene suficiente capacidad “crítica” para sus antiguos compañeros de lucha? Al contrario: a estos Castillo los excusa. El sociólogo reconoce que entre sus amigos de izquierda “siempre” existió la “tentación” de politizar y manipular a las organizaciones de Iglesia que les resultaban estratégicamente interesantes (para, entre otras cosas, enseñarles a identificar “enemigos de clase” intraeclesiales). Pero ésta habría sido solo una “tentación” marginal en la que los seguidores de la teología de la liberación no habrían caído—ellos no tuvieron un proyecto político, implica Castillo.

Los “primeros” manipuladores políticos de las organizaciones católicas—afirma el Arzobispo—fueron los miembros de ese grupúsculo de cuatro gatos (Figari, Tapia y algún otro) a los que los amigos del ahora Cardenal nunca invitaban a nada—y si se aparecían, se les botaba. Esos “fachos falangistas”, informa Castillo, sí cayeron en la “tentación” de ser “más ideológicos, orientados a la política”.

Mientras sus amigos de izquierda (jamás dice “comunistas”—¿será un término inventado por la CIA y el Senador McCarthy?) solo eran “tentados” sin éxito por el Maligno, poco les faltaba a los sodálites para levantar el brazo de manera sospechosa, marchar con sus camisas de color raro, atrincherarse en parroquias, tomar por asalto facultades, seminarios y organizaciones estudiantiles, y controlar de un golpe las mentes, los corazones y la billetera de la Iglesia peruana. Aquí el pastor de almas no pierde la oportunidad—mejor dicho, se deja caer en la irresistible tentación—de llamar a Figari “travesti” de la religión, porque, a diferencia de la izquierda, éste sí tenía un proyecto político.

 

La Teología de la Liberación fue causa del Sodalicio (y afines)

Lo cierto es que, ya en esos años, y gracias a los cohetes que les reventaban las facultades europeas y estadounidenses en las que estudiaron y luego enseñaron—y que siempre los financiaron—los teólogos de la liberación, así como sus ayudantes y tropas de a pie alcanzaron gran influencia sobre vastos sectores de la Iglesia en el Perú, América latina y el mundo—mucho mayor que la que el Sodalicio jamás pudo tener. 

El Sodalicio se creó para combatir los estragos de esta tendencia. Movimientos como este fueron efecto de—y respuesta directa a—la asfixiante hegemonía “progresista” que la teología de la liberación ejercía sobre la Iglesia en nuestras tierras. La gente buscaba aire fresco y, a la vez, fiel al Evangelio. Los jóvenes, en particular, querían responder de manera entusiasta al vigoroso llamado de San Juan Pablo II y a la presencia orientadora del Cardenal Ratzinger. Los universitarios necesitaban espacios de donde no los botaran los dueños de la pelota progresista. De ahí el odio que estos movimientos siempre suscitaron entre aquellos católicos “vanguardistas” que se sentían dueños de la que veían como su chacra “tercermundista”, “no alineada” y “progresista”.

 

Científicos comprometidos con el sectarismo

Dice Castillo que, en esos años, y “como teólogo y sociólogo”, se preguntaba qué son “realmente” el Sodalicio y otros movimientos eclesiales “parecidos”. Siguiendo la fórmula que se aplica en los cursos de Realidad Social Peruana de la Universidad Católica, el sociólogo “comprometido” toma a quienes identifica como sus adversarios ideológicos y los convierte en su objeto de estudio. Los pone bajo su microscopio, y luego del respectivo “análisis crítico de la realidad” (que permanece inédito), desarrolla una “hipótesis” que el artículo que comentamos presenta como su contribución original al debate: “Si América Latina es una reserva católica sometida a mil y un intereses ajenos, entes como el Sodalicio impiden que se desarrolle un cambio en ella.” Estos entes—afirma—representan “la resurrección del fascismo en América Latina”. Y se distinguen por “usar la religión” con fines políticos y económicos (que, curiosamente, es lo que siempre se dijo de los adeptos a la teología de la liberación). En suma: Estamos como estamos porque hay entre nosotros demasiados como “ellos”.

El viejo agudizador de contradicciones no ofrece evidencia alguna sobre los planes de conquista del Sodalicio ni sobre sus supuestos vínculos con el bando equivocado de la Guerra Fría. Al igual que tantos otros sociólogos “comprometidos” que dominan nuestros claustros, Castillo ignora que durante esas décadas hubo entre nosotros fuerte presencia de intereses ajenos de izquierda (no digamos “comunistas”, que nos desinvitan), que usaban la religión con fines geopolíticos y de dominación. Ignora a esos movimientos violentistas que buscaron imponer su proyecto utilizando a las organizaciones de la Iglesia en toda América latina desde fines de los años 50. 

La “hipótesis” del Cardenal es tan grandilocuente como imprecisa, y tiene como único propósito deshumanizar a los “fachos” y excluirlos. El problema con estos intelectuales “del corazón” (en realidad, del hígado) es que nunca se han distinguido por su rigor científico. Se les conoce, más bien, por la mala costumbre de buscar imponer sus muy particulares opciones como si fueran intelectualmente evidentes, moralmente obligatorias, y espiritualmente iluminadas.

Castillo el activista nos habla como si no tuviésemos memoria, como si los intereses del bloque soviético y la internacional progre no hubiesen operado entre nosotros, como si la politización sectaria de los claustros universitarios y de la pastoral “popular” no hubiesen sido una realidad, como si no hubiésemos conocido religiosos que cojeaban del pie izquierdo y le hacían guiños a los primeros “alzados” en pasar a la clandestinidad y que, quizá (como más adelante acabaron reconociendo a la fuerza), sólo se habían equivocado de “método”.

Recordamos de qué manera estos sectores recibieron el magisterio de San Pablo VI, San Juan Pablo II y Benedicto XVI. Y cómo reciben aún hoy el magisterio de Francisco sobre la ideología de género (a la que el Santo Padre llama “vehículo de colonización cultural”). A pesar de esto, y para que no queden dudas del tipo de lealtad que practica, el Cardenal aprovecha el artículo que comentamos para dejar claro que maneja bien el “enfoque” de género.

 

“¡Vamos por los cachimbos, a lavarles el cerebro!”

Durante esos años dolorosos, los ideólogos de izquierda (que controlaban el magisterio, la catequesis “liberadora”, la universidad y el discurso político) buscaban manipular la fe de los sencillos con métodos de adoctrinamiento sectarios. Ahora se escandalizan ante el abuso psicológico ajeno, pero barren bajo la alfombra que una de sus herramientas fue la manipulación de los complejos de culpa de unos y los resentimientos de otros. 

Tanto a los “muchachitos de colegios bien” como a los de clase media había que abrirles los ojos a la fuerza y enseñarles a detestar su origen “de clase” y a odiar a sus familias y amigos. A los de sectores “populares” había que hacerlos sentirse como víctimas irredentas, echarle gasolina al fuego del rencor, y llamarlos a la acción. Tomaron la narrativa sobre la historia del Perú que se impuso en nuestro sistema educativo en la segunda mitad del siglo XX y la llevaron a nuevos extremos. El odio clasista, el manejo abusivo de los pecados reales o imaginarios de los estudiantes, y la manipulación de las culpas y frustraciones de una fe adolescente, eran sus herramientas de lavado de cerebro. 

A los muchachos que caían en sus aulas les negaban las herramientas para resistir de manera verdaderamente crítica los mecanismos de control mental de estas vanguardias revolucionarias aspirantes a tiranos. La consigna era desordenar los entendimientos de estos muchachitos para evitar que piensen en libertad. En lugar de fortalecer la fe de estos jóvenes para enfrentar los retos de la vida adulta y moderna, estos “catequistas” liberacionistas les convertían la fe en mero slogan. Y convirtieron a generaciones de muchachos en ateos prácticos al servicio de los intereses de la revolución (y no del llamado a tender puentes y llevar a Cristo a las periferias existenciales).

Para nuestro abanderado local de la sinodalidad sólo hay una lectura posible de los signos de los tiempos: la de los suyos. Pero uno de esos signos era, y sigue siendo, la hegemonía progresista en facultades y organizaciones de Iglesia. Otro de esos signos era—y, por lo visto, sigue siendo—la convicción iluminada con la que tachan de “fachos” a quienes ven como sus adversarios intraeclesiales de clase. La consigna sigue siendo recordarles que no están invitados y descartarlos. Queda claro que, pida lo que pida el Papa Francisco para sanar las heridas de la polarización, Castillo sigue en plena Guerra Fría, y los únicos enemigos que le vienen a la mente son ese grupito de “fachitos” de colegios pitucos que le hacen la competencia.

 

“No me arrepiento de nada”

Castillo y sus colegas permitieron que generaciones de muchachos fueran “catequizados” en el sectarismo. Ellos permitieron que sus teorías empujasen a muchos a la antesala de la subversión. Al comienzo, hasta justificaban o excusaban la opción violentista que algunos adoptaron. ¡Cuánto tiempo les tomó, y cuánto arrastraron los pies para acabar condenando “también” (y siempre en segundo lugar, ya sin muchas ganas) a los terroristas (palabra que no usaban)! 

Pero el Cardenal sigue en su Guerra Fría contra fachos y neoliberales. Tenemos décadas de reflexión sobre los aspectos objetivos y subjetivos de los distintos tipos de pobreza humana como para que nuestros sociólogos “comprometidos” sigan con sus viejas teorías—ellas no solo nunca sacaron a ningún país de ninguna pobreza sino que empobrecieron a naciones enteras.

Aún hoy el Arzobispo sigue pecando de difundir una visión artificial y convenientemente estrecha del pobre del evangelio, de promover un reduccionismo sociologista que ignora al prójimo necesitado concreto, que lo fetichiza convirtiéndolo en “clase” y arquetipo, y que se interesa en él sólo en la medida en que es útil como arma política en la lucha por el poder. 

Se trata de sociólogos cuyo problema real es la prosperidad. No saben qué hacer con ella. Su igualitarismo utópico los lleva a exigir que todos salgan de la pobreza por igual y al mismo tiempo… o nada. Y exigen que el resto creamos que estamos teológica, moral y espiritualmente obligados a seguirlos.

 

La humildad del pastor

Un pastor que cuida de toda la Iglesia de Cristo sabe cuándo hablar y cuándo callar. El Cardenal escoge no dar el ejemplo sobre cómo llegar a sus periferias existenciales (aquellas que le resultan personalmente más difíciles). El Cardenal elige justificar su vieja y bisoña opción por la deshonestidad intelectual, la indisciplina moral, la ceguera espiritual, y la resultante exclusión del otro. Y como antiguo militante, se reafirma en esa opción.

Estimado Arzobispo: No hay verdadero ministerio pastoral si no hay amistad con las ovejas, especialmente con aquellas que le puedan causar repulsa. No hay verdadera misericordia si no se dirige de manera preferencial a aquellos fieles que están en sus antípodas y que, hoy por hoy, son pobres en la simpatía que le puedan generar.

Nunca es bueno creer—como acostumbran los vanguardistas—que la historia termina con nosotros cuando nos sentimos victoriosos. La última palabra solo le corresponde al Señor. Así como usted recuerda a sus hermanos obispos de las décadas de los 70, 80, y 90, así se le recordará a usted. Si la Iglesia pasó por un prolongado y difícil discernimiento sobre las propuestas y prácticas de la teología de la liberación (del cual, a pesar de lo dicho arriba, espero que usted se haya beneficiado en algo), ¿no es acaso también posible que la Iglesia universal esté pasando por un doloroso discernimiento acerca de movimientos como el Sodalicio? ¿No tendría usted, pastor de almas, un papel inédito y creativo que jugar en ese discernimiento? Más allá de esto, ¿no le corresponde modelar el llamado del Papa Francisco a construir puentes en estos tiempos de división? ¿No tendría, entonces, que sacarse primero la boina de sociólogo y ponerse de nuevo la mitra del pastor?

Ignacio Benedicto
07 de noviembre del 2024

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