Darío Enríquez

¡El socialismo ha muerto! ¡Viva el populismo!

La perversa utopía estatista subsiste bajo un nuevo disfraz

¡El socialismo ha muerto! ¡Viva el populismo!
Darío Enríquez
30 de mayo del 2018

 

Desde la caída del Muro de Berlín, las diversas versiones del socialismo en el mundo —todas ellas fracasadas— se sintieron de pronto en el limbo de la absurdidad y la vergüenza más evidente: todos los arquetipos y modelos de su paraíso terrenal habían sucumbido a la fuerza de la realidad. Mientras el mundo soviético caía por implosión, el maoísta se entregaba a una sorprendente conversión hacia el capitalismo económico, aunque manteniendo el esquema de partido único y mano de hierro en lo político.

Un grafiti en las paredes de Quito —ciudad conocida y reconocida por el ingenio popular expresado en sus paredes públicas— sentenciaba en una frase la confusión que reinaba entre los habitués de predios colectivistas: “Cuando teníamos todas las respuestas, nos cambiaron todas las preguntas”. El sacudón también alcanzó a los idílicos países nórdicos, ejemplo mal citado de un socialismo “exitoso” que nunca fue en verdad ni exitoso ni socialista, y mucho menos la combinación de ambos. En los países escandinavos tuvo que aplicarse grandes reformas en los noventa, y hoy se han consolidado como sociedades capitalistas de gran libertad económica, manteniendo vastos programas sociales y servicios estatales que compiten con los privados o que son gestionados por éstos. Por su lado, otras grandes socialdemocracias europeas se convirtieron en “malaguas” ideológicas: Alemania, Francia, España e Italia. En estos países hoy se han reducido a su mínima expresión o son desplazadas por fuerzas ignotas, a veces extravagantes, difíciles de descifrar y con amplia base social. Los expertos agrupan estas nuevas fuerzas bajo la difusa denominación de “populismos”.

En el mundo posmoderno del populismo del siglo XXI, aquellos pocos rescatables valores del socialismo se han diluido en la miasma garantista de falsos derechos y pomposas gratuidades, pariendo un neo estatismo que regresa omnipotente y omnisciente. Hasta buena parte de EE.UU y Europa occidental han caído en ello, siguiendo la nueva ola de las izquierdas recicladas. En el socialismo real del mundo soviético y del maoísta, el trabajo era un valor supremo. Su ética y su épica iban más allá de cumplir un horario y recibir una paga a cambio, además proponían identidad, sacrificio y entrega, como parte de la causa por un mundo mejor desde el trabajo. Dos generaciones trabajaron muy duro, en consecuencia algún progreso material acompañó sus afanes. El triste despertar llegó cuando el paraíso comunista se hacía cada vez más lejano, mientras más evidentes eran los privilegios de los “enchufados” en el poder. La represión brutal contra quienes cuestionaban el statu quo, la triste escena de ver “fusiles de soldados apuntando no al enemigo exterior, sino a sus propios ciudadanos” (Díaz Villanueva, 2018) y la construcción del ominoso Muro que convertía a Berlín Oriental en una gigantesca cárcel, hizo patente el estruendoso fracaso del socialismo real.

Pero el socialismo ha regresado bajo el siniestro disfraz del populismo. Fusionando derechas con izquierdas (pues en ambos lados del espectro el populismo luce rozagante), el fascismo emerge como expresión política pragmática, sin las desviaciones ni la pesada historia del que se propagó en la Europa de la entreguerra. Pero como es una versión vergonzante, no invoca esa denominación, sino que asume una ligada a su innegable sustancia popular. Incluso en su discurso aparecen tanto el nacionalismo como el socialismo, siempre con el cuidado de no mencionarlos —como correspondería— en tanto unidad fonética: nacionalsocialismo, o simplemente nazismo. Su esencia mesiánica se mantiene y su narrativa identifica tanto enemigos internos como externos, que se invocan según las circunstancias.

Sin embargo, en medio de diferencias y semejanzas, entre tantas variantes, hay sin duda alguna un elemento común a todo populismo: el estatismo. Como lógica consecuencia, le acompaña un desprecio por la libertad, cuyo significado pervierten, reduciéndola falazmente a aquello que “los poderosos usan para someter a los débiles”. Y allí emerge la figura heroica de un Estado que todo lo puede y todo lo resuelve.

El populismo del siglo XXI en nuestra América morena —cuando operaba en el siglo XX como estalinismo, trotskismo o maoísmo— pretendió tomar el poder con el fusil. Pero fracasó, regando de sangre y crímenes fratricidas nuestro continente. Hoy participa en elecciones y gana contando con un enorme aparato financiero. Cuenta con el apoyo de la megacorrupción del socialista Foro de Sao Paulo, su cabecilla el reo Lula Da Silva y el mercantilismo de transnacionales brasileñas con sus compinches locales.

Ese populismo vive unos primeros años “gloriosos” aunque insostenibles. Pronto llegan los problemas lógicos, producto de la economía-ficción que acompaña a todo populismo. Las leyes manipuladas hasta el hartazgo se convierten en servilleta sucia e inservible que arrojan al basurero. Se impone así la tiranía de quien se aferra al poder sobre la base de una red de corrupción y privilegios que sustituye al apoyo popular que perdieron. Veamos los espejos de Venezuela y Nicaragua. Lo que le costó a Honduras y Paraguay salir del hoyo. La inminencia de una crisis política en Bolivia. Lo que cuesta en este momento a Ecuador, Argentina y Brasil recuperarse de los despropósitos ultrapopulistas. No olvidemos los retrocesos serios en Chile, Perú, Colombia y México.

El estatismo llega desde posiciones insospechadas. La clásica división de derechas e izquierdas es instrumentalizada por el populismo, optando por lo que sea más conveniente a sus propósitos de tomar el poder. Debemos estar alertas. Se dice que no hay vacuna contra el populismo. Es cierto. La vigilancia debe ser permanente. Las elecciones municipales y regionales deben ser una oportunidad para decirle no al populismo, que ofrece todo gratuito, fácil y sin costo. En vez de ellos digamos sí al sistema de libre mercado, con respeto a los principios fundamentales de vida, libertad y propiedad privada. Nos exige esfuerzo, pero al mismo tiempo garantiza que no vendrá nadie a apropiarse en forma ilegítima de los frutos de ese esfuerzo. No olvidemos que sin libertad, la democracia es un fetiche que pronto se convierte en abono de tiranías.

 

Darío Enríquez
30 de mayo del 2018

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