Miguel Rodriguez Sosa
El europeísmo en cuestión (II)
Modelo de gobernanza supranacional de la UE ya muestra su desgaste

El europeísmo contemporáneo es un conjunto disparejo y nebuloso de creencias que se pretende un fenómeno singular en la historia, y no lo es. La verdad es que hay diversas clases de europeísmos que se han sucedido a lo largo de centurias.
Tal vez uno de los más antiguos haya sido el emprendido por los Caballeros Teutónicos, esa orden de carácter religioso-militar fundada en Palestina en 1190, durante la Tercera Cruzada, que en 1226 con mandato del monarca del Sacro Imperio Romano Germánico, Federico II de Hohenstaufen, dio inicio a las llamadas cruzadas bálticas con intención de cristianizar a los pueblos de esa región, y confirió a los magistrados de la orden los privilegios de príncipes del imperio con derechos de soberanía sobre las poblaciones conquistadas. Como resultado de crueles guerras, la orden sometió a Prusia, Pomerania, Lituania y más tierras, en las que fomentó el poblamiento de europeos flamencos, holandeses y de otras procedencias occidentales. Pero la expansión de los dominios del Estado Teutónico se detuvo tras la derrota sufrida en 1242 frente a los rusos cristianos ortodoxos de Nóvgorod gobernados por Aleksandr Nevski. De ahí data la frontera cultural entre Europa y Rusia, que al sur se asentó también sobre la actual Ucrania en el principado de los Rus de Kiev.
El siglo XIX en sus años aurorales alumbró otro europeísmo conquistador con los ejércitos de Napoleón Bonaparte que pretendían llevar a la Europa Oriental los estandartes del racionalismo iluminista bajo manto imperialista, como también quisieron hacerlo sobre España. Pero Napoleón nunca consiguió consolidar la coalición franco-austriaco-prusiana que le facilitó avanzar sobre Rusia. Cuando en junio de 1812 la Grande Armée, contando con 690 mil hombres, el mayor ejército jamás formado en la historia europea hasta ese momento, cruzó el río Niemen y enfiló hacia Moscú, hubo de retirarse de esa capital siniestrada después de tan sólo seis semanas de ocupación, acosado por fuerzas rusas que derrotaron a las napoleónicas en las batallas de Maloyaroslavets y Bérézina. Para diciembre de ese año una catastrófica retirada se saldó con bajas de un 80% de las tropas invasoras. La memoria rusa conserva ese triunfo como el de «la Gran Guerra Patria» (anterior a la iniciada en 1941 ante la «Operación Barbarroja» de Hitler) derrotando al europeísmo agresor.
También en el campo de las ideas se ha lucido la nematología del europeísmo a lo largo del tiempo. Con el «europeísmo cristiano» en el siglo XVI del eminente médico Andrés de Laguna, cirujano del pontífice Julio III y médico por un tiempo al servicio del emperador Carlos V, quien es un remoto antecedente intelectual del europeísmo social-cristiano en la Europa actual; y bastante más tarde, a finales del siglo XIX, con el «europeísmo sublime» del filósofo Edmund Husserl, basado en la idea de la singularidad de la cultura europea y la conveniencia de su expansión sobre el mundo civilizado.
Hubo además un europeísmo geoestratégico como el llamado en su momento paneuropeísmo de abolengo germánico, que afloró durante el reinado del kaiser Wilhelm II engendrando el Plan Bethmann-Hollweg en 1913, acogido pronto por el Zentrum católico alemán, que proponía incorporar al imperio y bajo dominio de Alemania a Bélgica, parte de Francia, Ucrania, Polonia y los países bálticos, inclusive a los Estados Unidos de América y a las posesiones europeas en África. Después de la Primera Guerra Mundial y luego de la victoria bolchevique en Rusia esa versión del europeísmo renacería en 1923 con las ideas de Richard Coudenhove-Kalergi, el geopolítico austriaco que propuso la fundación de una Unión Internacional Europea y recibiera un amplio apoyo de la intelectualidad regional, entre ella del francés Aristide Briand y del español Ortega y Gasset.
Briand, cuando ministro de Asuntos Exteriores francés y presidente de honor de la Unión Paneuropea, en septiembre de 1929 pronunció ante la Sociedad de Naciones un discurso que puede considerarse la primera manifestación política internacional del europeísmo en el siglo XX. En él, Briand proponía una comunidad federal entre los pueblos de Europa que «deberían estar siempre en condiciones de relacionarse mutuamente, de representar intereses comunes, de tomar conjuntas resoluciones», debiendo haber entre ellos «una comunidad de vida». Los ecos de este discurso llegan en nuestros días resonando en el de la Unión Europea.
En el terreno de extensión indeterminada del pensamiento ideológico hay hasta un europeísmo «marxista»: el Eurocomunismo surgido en Europa occidental en la coyuntura desgarrada (para los marxistas) de los años de 1970 que enfocaba la larga crisis terminal del «socialismo realmente existente» en la vertiente estalinista-soviética y proponía a los adeptos europeos occidentales una nueva forma de transición al socialismo basada en la modificación cualitativa de las relaciones entre consentimiento y coerción, persiguiendo concretar una estrategia de conquista gradual y pacífica del poder político que sea acorde con la complejidad de las transformaciones sociales que se habían verificado en el mundo desde el decenio de 1960. El Eurocomunismo, inicialmente celebrado por el yugoeslavo Milovan Djilas y por el italiano Norberto Bobbio, fue instrumentado por Santiago Carrillo en España y por Enrico Berlinguer en Italia; se desgastó rápido ante el fracaso de sus propuestas de unidad nacional en países de Europa para enfrentar, a la vez, al imperialismo de EEUU y al Bloque Soviético.
Y ahora hay un europeísmo «realmente existente». Quiere parecer y se presenta como un proyecto sublime e ilusionante por cuanto es hermoso; una realización culminante del humanismo progresista empeñado en borrar en el papel las fronteras políticas, en escamotear las fronteras culturales y en negarse llanamente a mirar y valorar la existencia de una multiversidad europea que no es solamente nacional sino incluso micro-regional. Es la ceguera a advertir la vitalidad y vigencia de particularidades étnicas e idiomáticas que atraviesan la Europa de hoy creando tensiones que no debieran ser soslayadas, como las que están presentes en (o entre) valones, bretones, tiroleses, flamencos, aromunes, zuavos, sorbios, carintios, moravos, catalanes, vascos y etc.
Es el europeísmo de la Unión Europea (UE) creada en 1993, que se describe como una unión supranacional en la cual sus estados miembros en conjunto ceden y comparten parte de su soberanía a una entidad superior, otorgándole ciertas competencias de gobernanza. La supranacionalidad de la UE es tal que las decisiones de sus organismos no necesitan ser refrendadas por los estados miembros para entrar en vigor. En la UE se realiza, así, el sueño agitado europeísta (por ahora con 27 países integrantes) de un gobierno de jerarquía y poder superior y enajenado a la soberanía de los propios gobernados, y que, en última instancia, no responde ante ellos sino ante la estructura institucional que la propia UE ha establecido: un Parlamento Europeo sin real poder fiscalizador del ejecutivo que es la Comisión Europea –el verdadero centro de poder – y un Consejo Europeo pintado en la pared.
Actualmente, la UE conducida por la Comisión Europea materializa el ideal tecnoburocrático que la anima y le brinda una evanescente legitimidad basada en un presunto «saber hacer» en la multidimensional y muy compleja problemática europea. La Comisión Europea ha generado y difunde el dogma de que es la única entidad que puede aportar el bienestar y la seguridad de Europa, por defecto de no contar con una carta constituyente que le confiera tal potestad.
El denominado Tratado Constitucional Europeo (o Constitución Europea) del 2003 fue ratificado por una mayoría del Parlamento Europeo el 2005, en una resolución que recomendaba a los estados miembros ratificar dicha carta. Muestra de la carencia de poder del Europarlamento es que, no obstante la recomendación, en Francia y Países Bajos el electorado convocado a pronunciarse sobre la Constitución Europea la rechazó; por tanto, el documento no pudo ser vinculante para los miembros de la UE y el 2007 hubo ésta de acordar un nuevo instrumento: el Tratado de Lisboa, que disminuye la pretensión de poder supranacionalista inicial de la entidad.
Un proceso fallido que ha dado lugar a un Tratado Sobre el Funcionamiento de la Unión (TFU), notoriamente modesto en sus alcances, que en los hechos significa el abandono sine die del supranacionalismo vinculante y lo reemplaza con un poder ejecutivo dotado de una burocracia dorada enfocada en los aspectos de relaciones exteriores y de seguridad y defensa de la UE, haciendo pareja con la OTAN; los únicos aspectos en los que el poder de la Comisión Europea es realmente gravitante.
Lo que ha conseguido la UE realmente hasta ahora no es una forma de unión europea sino y más bien una arquitectura inconclusa de homogeneización europea, cuyo rasero ideológico –el europeísmo– pretende soslayar las marcadas diferencias entre sus integrantes, a los que el TFU convoca a «una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa», como si tal existiera y no la evidente coalición parcial de intereses que es la UE.
Para el europeísmo de hoy no hay espacio para debatir sobre los «valores» de la UE, que no han sido explicitados y cuando se alude a ellos se escamotea las marcadas diferencias culturales que la semántica de la palabra representa; tampoco para debatir la «solidaridad» europea, como si se tratase de un vocablo exento de contenidos de confrontación; menos para debatir la «cooperación» que la Comisión Europea impone verticalmente a los países asociados, en detrimento de amplios sectores sociales en esos (agricultores, por ejemplo); y por último tampoco se debate lo que sea que signifique la «subsidiariedad» entre los países miembros, excepto, muy recientemente, en lo concerniente a la política de asignación de tareas de armamentismo a los integrantes de la UE frente al cuco ruso.
De cara al imperialismo soberanista de Washington y al de Moscú y frente al imperialismo libremercadista de Beijing, el modelo truncado de gobernanza supranacional de la UE mediante la Comisión Europea muestra las hilachas de su desgaste y también que se le revientan las costuras ante el surgimiento de los nacionalismos europeos que se expanden en el viejo continente, de Italia a Hungría. En esta hora de su crítica situación, optar, como hace la Comisión Europea, por la sumisión ante la política comercial de los EEUU de Donald Trump y, a la vez, por las alarmas belicistas respecto de la Rusia de Putin y entonar cantos de sirena ante la China de Xi Jinping, son muestras de vértigo generado por el miedo a desaparecer.
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