Miguel Rodriguez Sosa

Desvaríos del pensamiento político

La crisis de la democracia y la superficialidad electorera

Desvaríos del pensamiento político
Miguel Rodriguez Sosa
09 de septiembre del 2024


Las menciones y las reflexiones acerca de la “crisis de la democracia” abundan en estos tiempos. Se afirma, por ejemplo, la existencia de una recesión democrática global, tal y como la señalan Freedom House, la oenegé con sede en Washington y enfocada en promocionar la democracia, la libertad política y los derechos humanos; y V-Dem, el instituto ​del departamento de ciencias políticas de la Universidad de Gotemburgo, Suecia, que estudia las cualidades del gobierno. También lo dice la revista británica The Economist señalando que la democracia liberal sigue perdiendo terreno frente al autoritarismo. Para América Latina el Latinobarómetro chileno advierte el aumento de la pérdida de confianza social en la democracia; en esa valoración coincide la alemana Fundación Bertelsmann con su informe BTI señalando la creciente erosión de la democracia y el repunte de “estilos políticos polarizados que dan como resultado un debilitamiento de los ya de por sí fragmentados sistemas de partidos” causante de la deriva “hacia la inestabilidad política y a la erosión de la democracia”.

Buscando las razones de esa crisis de la democracia en el mundo se encuentra que la pérdida de confianza social que está a su base tiene relación con el deterioro creciente de la idea de representación a través de los partidos políticos, muy cuestionados en todo el orbe por su tendencia a configurarse como agrupaciones de representación y defensa de intereses segmentarios para la competencia por el poder político, con abandono del valor de las aspiraciones ciudadanas.

El panorama muestra que hay un aumento del descreimiento de los individuos que adoptan decisiones políticas por la vía electoral respecto de las organizaciones que, se supone, deben canalizar esas decisiones como una voluntad colectiva con “visión de país”.

Reduciendo a lo medular el fenómeno de crisis de la democracia se encuentra el cuestionamiento y descrédito creciente del paradigma de la representación política en vía de los partidos. Tanto el pluripartidismo como el bipartidismo, que son los modelos del régimen de partidos en el sistema democrático, han mostrado sus limitaciones. Esta situación puede ser datada tanto en Francia donde existe el pluripartidismo aspirante a la representación en el Legislativo y en el Ejecutivo del Estado, como en Estados Unidos, donde permanece el bipartidismo realmente excluyente. Lo mismo se observa en los países con sistemas políticos electivos y competitivos de representación en el mundo actual.

La situación problemática se agrava porque, teniendo en cuenta la tendencia natural de los partidos políticos a generar cúpulas oligárquicas en su seno y para su conducción -fenómeno señalado hace más de un siglo- el acceso a la formulación de plataformas de acción política en los partidos ha demandado de manera creciente recurrir a la práctica del cabildeo (lobbying) por aquellos grupos sociales extrapartidarios interesados en incorporar sus demandas en dichas plataformas o programas de acción; y es más, cuando el recurso del cabildeo no alcanza aparecen los “poderes fácticos” que desde fuera del ámbito propio de la representación política gestionan y presionan en favor de sus intereses. El resultado de la agregación de cabilderos y de agentes de poderes fácticos a los canales de representación mediados por los partidos ha dado como resultado la descomposición del régimen partidario. Peor todavía cuando las regulaciones de dicho régimen se abren a la incorporación de nuevas expresiones de voluntad de acceder al poder y ejercerlo, con “movimientos sociales”, representaciones corporativas y agencias activistas.

En el Perú actual esa apertura ha favorecido la aparición proliferante de organizaciones políticas -más bien grupos de interés con etiqueta de partidos- que socavan desde su periferia al sistema de partidos preexistente y si bien pareciera que se presenta una tendencia a limitar el exceso constriñendo la participación electoral de los llamados “movimientos regionales”, que son generalmente agencias populistas y de caudillaje prebendario, el hecho es que ya hay una treintena de entidades inscritas en el Registro de Organizaciones Políticas (ROP) habilitadas para postular a cargos electivos en las anunciadas elecciones generales del 2026. Ese es el peor escenario posible para la representación, pues aparecerá excesivamente disgregada y anima a cualquier aventurero político empeñado en acceder a un espacio de poder como forma del emprendimiento de negocio.

Sin embargo, en el debate político este preocupante asunto es abordado de manera complaciente y tangencial, como si la crisis de la democracia y el deterioro de la idea de representación estuvieran ligadas al que se quiere llamar deterioro del liberalismo republicano, que en realidad omite tanto el debate de fondo sobre el ideario liberal como respecto del paradigma republicano.

En el escenario de este debate desvirtuado de ideas aparecen tesis acerca de que países como el Perú se crearon “desde la convicción de construir un orden político basado en el autogobierno ciudadano. Esa fue nuestra pila bautismal ideológica: el rechazo a ser gobernados por un tercero. La libertad entendida como autogobierno ciudadano (que) no fue, como a veces se cree, un experimento puramente elitista (…), las convicciones, instituciones y prácticas del autogobierno fueron asumidas y abrazadas por los sectores populares” (reciente artículo de Alberto Vergara publicado en el diario La República, de Lima), similar a la tesis de que el Perú fundacional se erigió sobre la base de un comunitarismo preexistente (en varios artículos de Carmen McEvoy).

Ambas apreciaciones quieren negar la evidencia de que la República Peruana no tuvo su base en la idea del “autogobierno ciudadano” ni en un “comunitarismo” respecto de los cuales se expresó el apoyo popular. Lo cierto es que el orden republicano fue impuesto por una minoría social de estirpe jacobina que desvirtuó la cultura y tradición política preexistentes, desposeyendo y destituyendo a las mayorías sociales de ese entonces. Frente a la argumentación de que la peruana es una república inconclusa porque carece de cabeza (el locus pensante del país como proyecto) más bien se puede afirmar con sustento que esa república nació careciendo de base social, con cabeza pero sin pies puestos sobre la tierra que pisaban sus habitantes.

Esa carencia expresa el bicentenario déficit de ciudadanía que caracteriza al Perú, como a otros países del entorno, y es por eso que no contamos aquí con el republicanismo como expresión viva y animada de la voluntad política de sus pobladores, que si bien es cierto son electores, no adoptan decisiones políticas con base en la conciencia de derechos y obligaciones fundantes de responsabilidades y por consiguiente el entramado institucional no refleja un interés nacional ni produce proyectos orientados al bienestar general con “visión de país”.

La crisis de la democracia no es solamente la pérdida de confianza social en el marco institucional ni en el sistema electivo de autoridades; tampoco es la manifestación del deterioro del sistema de partidos con la emergencia atropellada de populismos prebendarios, ni se revela sólo con la aparición de caudillos mesiánicos, refundacionistas y offsiders. Es el producto de la superficialidad de la ciudadanía confundida con el electoralismo.

Miguel Rodriguez Sosa
09 de septiembre del 2024

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