Manuel Bernales Alvarado
Desafíos de la lucha contra la corrupción
Un problema inseparable de la informalidad y la desigualdad
![Desafíos de la lucha contra la corrupción](https://elmontonero.pe/upload/uploads_images/columna_manuel_53.jpg)
La corrupción, en su sentido genérico y aplicado a la sociedad, es concebible como un conjunto diferenciado de estratos en interacción añeja, permanente, compleja y que se acelera y agudiza en circunstancias como las actuales. Se ve en todo nuestro continente. El más profundo y arraigado es el hábito de las microcorrupciones, inseparables de la informalidad y de la desigualdad en todo orden de cosas.
Esta pauta cultural probablemente existía en sociedades pre estatales y el propio incario, aunque se considera originada por la conquista y la colonia. Literatura y tradiciones populares mexicanas, peruanas, brasileñas y nicaragüenses la han registrado en todos los estratos sociales —tanto para lo civil, económico, judicial, eclesiástico y militar— desde el siglo XVIII.
Arribismo, achoramiento, informalidad, inclusive anomia, serían expresiones de esa cultura de la corrupción, inseparable de la informalidad y la desigualdad estructurales profundas, de larga duración y complejidad, que permiten y favorecen hacer la trampa al hacer la ley. La falta de buenos ejemplos y severas correcciones, así como los decenios de mala prensa y educación, están consolidándola. Vemos pautas negativas, locales y mundiales, que se consideran naturales y aún deseables en los medios electrónicos.
La cultura de la corrupción, que incluye a la impunidad, emerge e impregna diversos espacios u órdenes institucionales, en los cuales se desenvuelve la vida en sociedad. Hoy, por causa de la mundialización de las comunicaciones, nuevos actores, redes contestatarias y buenos ejemplos, se conoce y se lucha abiertamente contra delitos y faltas del entramado de la corrupción en el Perú y el mundo; en empresas, comercio global y local, gobiernos, iglesias, estados, partidos, oenegés, gremios, asociaciones, guerrillas —que hace poco fueron clasificadas como terroristas—, en Hollywood y en la FIFA. ¡Ni el núcleo de Mandela se salvó! Hay pasmo e indignación: era impensable que la osadía, inmoralidad e impunidad llegasen a extremos. Se rompió, sin querer, el pacto infame de hablar a media voz.
Las prácticas sociales y las instituciones se encarnan en mujeres o varones que se acostumbraron a desenvolverse decentemente con tan solo seguir la corriente. ¿Cuántos destacados profesionales y empresas del derecho y las finanzas desconocían que su cliente Odebrecht era una empresa corrupta y corruptora? ¿Lo sabía el periodista y luego presidente de El Salvador Mauricio Funes, hoy sentenciado y prófugo en Managua? Cada quien es dueño de su miedo a transgredir las normas. No de la ética y de la ley, sino del sistema de corrupción e impunidad: hay personas que asumen ese riesgo en distintos órdenes sociales y luchan contra la corrupción.
Un proceso de revolución de ideas e instituciones demanda propuestas, proponentes y actores para realizarlas. Ellos enfrentarán intereses establecidos de la institucionalidad y sus controladores; mayores serán los problemas cuanto más claras, comprensibles y aplicables sean las demandas y apoyos para un verdadero cambio. Se estrellarán con oposiciones y obstáculos peligrosos de operadores expertos en que “algo cambie para que todo siga como está”. Los hay en todos los niveles y poderes del Estado; también en la red de asociaciones civiles, empresas y academia. ¿Ya olvidamos los plagios y compraventas de títulos y grados, con ayuda de leyes que comercializan malamente la educación, la investigación y la ciencia?
Urge una ciudadanía informada y luchadora para realizar cambios sustantivos, acumulativos y rápidos del sistema judicial y del mundo profesional. Ocupémonos también de decretos legislativos, como el DL N° 1362, mediante facultades delegadas; de la ejecución presupuestal en la que concurren cultura, prácticas y personas vulneradas o vulnerables a la cultura de la corrupción. Así mismo urge innovar o corregir normas y prácticas en las relaciones de prensa, Estado y sociedad (y no solo con el Poder Ejecutivo), en base a investigaciones académicas bien hechas, no encuestas, opinópatas ni oráculos que confunden la mera publicidad con el derecho primordial del ciudadano a ser bien informado.
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