Miguel Rodriguez Sosa

Debate sobre la crisis política

La opinión de importantes analistas políticos

Debate sobre la crisis política
Miguel Rodriguez Sosa
11 de marzo del 2024


El debate ilustrado y académico que se manifiesta hoy en medios de comunicación de Lima, sobre las causas, características y proyecciones de la “crisis política” en nuestro país, sugiere una primera cuestión: ¿Cuánto tiempo puede durar una crisis política? Porque la propia noción de crisis revela transitoriedad; una situación de “crisis” normalizada y persistente, deja de serlo sobre todo porque remonta su surgimiento repentino, tal vez inesperado, tal vez previsible y porque, ante ella los actores políticos con agencia en la situación generan reacciones compositivas que acompañan a la resiliencia social.

Carlos Contreras (“Nuestra crisis política”. 8 de febrero 2024) señala con precisión que en un corto plazo del pasado la crisis adviene por deficiencia de legitimidad de los gobiernos, pero que “(e)n una perspectiva de más largo plazo, la crisis se remonta a que el marco ideológico y de fuerzas políticas que animaron el juego del poder en el país en la segunda mitad del siglo pasado desapareció, sin que haya terminado de ser reemplazado”. Esta postulación está nutriendo un debate que es absolutamente necesario.

Eduardo Dargent (“¿Retrato de unos partidos adolescentes?”. 22 de febrero 2024) replica a esa apreciación mencionando que ciertamente ha ocurrido que “los partidos tradicionales dejaran de representar a una sociedad más informal e igualitaria en lo social, sin que aparecieran nuevos actores políticos capaces de hacerlo”, y que “lo que tenemos hoy, en su mayoría, no son adolescentes camino a madurar, sino productos acabados, organizaciones funcionales a las necesidades de grupos de interés y agendas particulares que pululan en la política. Y estos grupos políticos profundizan la degradación del sistema y quiebran la representación de intereses generales”.

El debate se anima con argumentos de detalle y entra a tallar Alberto Vergara (“¿Qué nos pasa?”. 3 de marzo 2024) indicando que “sufrimos una crisis que desborda a la política y que está atada a la atrofia del Estado de derecho (en el que) la ley es inútil para producir bienestar colectivo (y) solo queda la legalidad en tanto personal ganzúa para obtener réditos hoy (…) Se institucionaliza la des-institucionalización (…) todo se vuelve incierto (…) estamos ante una espiral anti-Estado de derecho que va engullendo a la sociedad. No completamente, pero avanza sin pausa. La encontramos en la derecha y en la izquierda, arriba y abajo, en la política, pero también en la sociedad, el Estado y el mercado”.

De manera que, juzgando por las posiciones mencionadas, a la desaparición de las fuerzas políticas que fueron representativas de una sociedad que ya no existe, ganada por la informalidad (manera elegante de decir elusión de la legalidad), hoy los partidos políticos son organizaciones que operan en razón de grupos de interés con agendas particulares, lo que genera la atrofia del estado de derecho en las esferas política, social y económica.

Por su parte, Jaime de Althaus (“La democracia fallida”. 28 de febrero 2024) afirma que esa situación es el reflejo de una lucha faccional maquillada como contienda política, aun cuando “vemos que el Perú está mal no en los componentes constitucionales de la democracia -procesos electorales y pluralismo, libertades civiles-, que es en lo que se ha deteriorado la democracia en el mundo en general, sino, sobre todo, en cultura política”.

En este punto, el debate transita de centrarse en la actuación de “la clase política” que en forma unánime se valora muy deteriorada, para ubicarse en el terreno social. Porque la cultura política es, debiera ser, un atributo de ciudadanía que así justifica su aspiración a la representación política.

Coincido en que lo que existe hoy en el Perú no es un sistema de partidos adolescentes sino, más bien, de partidos senescentes. Los que existían durante el siglo XX y de alguna manera se han sobrevivido a sí mismos, y los que nacieron revejidos en el último decenio de ese siglo y siguen brotando por decenas, formados en el prebendalismo clientelista y en el anhelo de medrar en el poder del Estado. Son partidos políticos propiamente senescentes, aparecidos con una originaria incapacidad para estructurarse como fuerzas representativas de ciudadanía y siquiera para mantener la integridad y el orden interno de su estructura malformada.

Coincido también en que esta configuración de lo que compasivamente se puede llamar sistema de partidos es correlativa a un profundo déficit de ciudadanía de los pobladores de este país, que sólo se reconocen como ciudadanos a la hora en que son obligados a votar. Es que, a diferencia de quienes piensan que la peruana es una república inconclusa por falta de cabeza (política), creo que en 200 años lo que ha habido es una república que nació como una cabeza –racionalista, convencional– sin el cuerpo social que la pusiera sobre sus hombros. Y eso a pesar de los sucesivos intentos refundacionistas que se iniciaron con la “república práctica” de Manuel Pardo, siguieron con la “patria nueva” de Augusto Leguía, pretendieron con el ”frente de trabajadores manuales e intelectuales” de Víctor Raúl Haya, se diluyeron con la “convivencia” apro-pradista-odriísta y con el reformismo edulcorado de Fernando Belaunde, fracasaron con el “gobierno revolucionario” de Juan Velasco y recibieron sepultura con el dirigismo pragmático, desideologizado y antipartidario de Alberto Fujimori.

En esta perspectiva corresponde señalar que la llamada “crisis política” que vivimos los peruanos con episodios más o menos álgidos en las pasadas cuatro décadas, ha devenido en una situación normalizada con seis jefes de gobierno en los últimos siete años. La “crisis” se revela como un estado de homeostasis precaria nutrido por componendas que generan formas perversas de convivencia de intereses bajo la forma de representación política.

Lo que lleva a pensar que tal vez la democracia representativa sea en la actualidad un sistema de gobierno que haya cumplido su ciclo de casi 200 años de vigencia, y a nivel mundial. Excepto si se cree, con candidez, que esa forma de democracia es una conquista cimera, insuperable e irreversible de la humanidad. Oswald Spengler ya había anunciado, hace un siglo, que los sistemas políticos nacen, crecen y mueren. Un decenio antes Robert Michels había previsto que los partidos políticos tienden a descomponerse como figuras de representación debido a la tendencia oligárquica que fructifica en ellos.

Cierto que la democracia sigue siendo considerada “el peor sistema de gobierno a excepción de todos los demás”, como lo afirmó Winston Churchill. Pero en este siglo XXI hay consenso de observadores en que se presenta un decaimiento de la democracia a nivel global; se comenta la existencia de una “crisis de la democracia” que, al fin de cuentas, resulta ser en el fondo la crisis del sistema de representación política de los intereses sociales mediante el sistema de partidos políticos que compiten por esa representación.

Asistimos posiblemente a un momento de la historia en el que se pone de manifiesto ya no solamente la crisis de la democracia asentada en un sistema de partidos que compiten por el poder asumiendo que es la manera de arribar a la representación de intereses ciudadanos. Pareciera que se abre ante nosotros la escena en que convenga discutir la sustitución de los partidos por el “asociacionismo” de inspiración comunitaria. Una idea que no carece de virtud y abolengo clásico en la tradición griega antigua, pero que en la actualidad pretende personificar una nueva forma de la representación en organizaciones de la “sociedad civil” que en realidad son otros grupos de interés y de presión activista esencialmente disociados de la ciudadanía, a la que distorsionan y pervierten con figuras espurias como las oenegés, los “colectivos” y los “movimientos”: minorías vanguardistas todos ellos.

Esa idea contrasta con la de los partidos desnudos, novedosos, disruptivos, lanzada por Maite Vizcarra (“El Nu(evo) partido político. 22 de febrero 2024) de “conformar partidos políticos que tuviesen nuevas formas y contenidos, que, entre otros atributos, dejaran de ser organizaciones centralizadas alrededor de una persona o caudillo y que, por el contrario, fuesen organizaciones sin jerarquías, planas y descentralizadas”. Hay buen material para el debate.

El hecho gravitante en estos días es que, a pesar de constatar la crisis de la democracia en el mundo, y de la representación competitiva de los partidos en que se sustenta, se insiste en el valor mítico de la idea de democracia, que se ensalza como un desiderátum incuestionable, aspiración sublime a conseguir para la humanidad entera. El debate debe servir para cuestionar el mito.

Miguel Rodriguez Sosa
11 de marzo del 2024

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