Jorge Morelli

Dama y rey

Otro paso más hacia la dictadura de los fiscales

Dama y rey
Jorge Morelli
08 de julio del 2020


La repartija de manazos entre el Legislativo y el Ejecutivo, por la inmunidad de los primeros y el antejucio de los segundos, en la que ambos se despojan de sus respectivas armaduras, es una pelea estúpida. Lo es porque ambos quedarán expuestos en adelante y vulnerables ante al poder omnímodo del tercero, el poder Judicial. De la Fiscalía, en realidad, que podrá acusar, procesar y enviar a arresto domiciliario o a prisión preventiva a unos y otros expeditivamente. De paso, también podrán sacar candidatos de la carrera electoral mediante oportunas sentencias de primera instancia.

Justo cuando se debatía la necesidad de acotar y recortar el poder excesivo de los fiscales, que han convertido a jueces y policías en convidados de piedra pintados en la pared, las brillantes decisiones del Congreso y del Gobierno han aumentado su poder en lugar de limitarlo. Es otra vuelta de tuerca hacia la dictadura de los fiscales, contra los que ya nada podrán ni el Gobierno ni el Congreso, que se habrán arrancado a zarpazos sus respectivas investiduras. Uno podría pensar que se lo han ganado a pulso y que bien se lo merecen. Pero, desgraciadamente, es solo para peor.

Esto es en realidad la desembocadura final de un proceso que viene de décadas, y que termina ahora por sumir al equilibrio de poderes en la confusión definitiva. Lo curioso es que son los poderes políticos los que han abdicado y entregado, por un lado, la determinación de sus responsabilidades penales a la Fiscalía; y por otro, el arbitraje de todos los asuntos políticos al Tribunal Constitucional.

Todo lo cantó el coro, como en una tragedia griega, desde que se despojó al Ejecutivo de la atribución de nombrar a los miembros de la Corte Suprema y a los fiscales supremos, para entregársela al Consejo Nacional de la Magistratura, hoy Junta Nacional de Justicia (lo único que ha cambiado es que antes la sociedad civil tenía mayoría en el organismo que nombra a la Junta, hoy la tiene el Estado). Allí se quebró por segunda y definitiva ocasión el ya desbalanceado equilibrio de poderes de nuestra democracia de baja gobernabilidad.

La primera quiebra fue en su nacimiento mismo, cuando los constituyentes de 1823 decidieron desde la primera hora fundar una república, pero darle el poder al Congreso. Desoyeron el consejo de Bolívar, que advirtió en el Discurso de Angostura que si uno quiere ser una república debe darle poder al Ejecutivo, para equilibrar el enorme peso del Congreso que representa al pueblo soberano. En lugar de eso, creamos en el Perú una quimera: un ser mitológico con el cuerpo de un animal y la cabeza de otro.

La imposibilidad de resolver, en ese marco incoherente, el conflicto de poderes llevó, con los años, a la peregrina idea de la supuesta necesidad de un árbitro por encima de los poderes para resolver sus conflictos: el Tribunal Constitucional. Este procedió a arrogarse en su Ley Orgánica la condición de “supremo intérprete” de la Constitución, cosa que desde luego no está en la Constitución y es, por tanto, inconstitucional. Hoy el Tribunal Constitucional es un poder por encima de los poderes, sin contrapeso alguno. En su versión actual es una reinvención del absolutismo.

Irónicamente, para desbaratar esa construcción precaria bastaría –y el día llegará– que el más humilde de los jueces decida, en aplicación del control difuso constitucional, declarar inaplicable una sentencia suya a un caso cualquiera. Allí se verá por fin que ese falso rey siempre estuvo calato. Pero su dama, la Junta Nacional de Justicia, en cambio, es hoy una gorgona más poderosa que nunca antes. Lo es gracias a la cadena de despropósitos que ha alcanzado por fin la apoteosis del más triste ridículo.

Jorge Morelli
08 de julio del 2020

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