Jorge Varela

Credibilidad social cero

Cuando el discurso resulta insuficiente

Credibilidad social cero
Jorge Varela
03 de septiembre del 2024


¿Ha escuchado alguna vez la expresión “moral de circunstancia” o “moral acomodaticia”? Se trata de conceptos que significan lo contrario de una moral ortodoxa o tradicional inspirada en valores y principios permanentes. La moral de circunstancia es flexible, se inscribe dentro del ámbito de lo relativo, de lo mutable, se adapta al entorno de lo contingente: es una moral plástica. Bajo su techo se amparan sujetos practicantes de comportamientos dudosos, que en su condición de tales nunca se reconocerán como amorales ni dogmáticos. El dogma según ellos acusan, es propio de moralistas ortodoxos.

Sirva este preámbulo para bucear en los vericuetos conductuales de provocadores que hacen uso malicioso del lenguaje con intención de capturar la adhesión de audiencias hastiadas de oír promesas y relatos engañosos durante su trayecto por la vida, pero necias al momento de decidir su destino. En nuestra América Latina todavía abundan los malabaristas de la palabra, verdaderos encantadores de serpientes, magos del apóstrofe y el insulto, vendedores de ilusión, profesionales del engaño, charlatanes de barrio, idiotas funcionales, monigotes políticos de lengua grande y mente pequeña que se sienten poderosos.

En la antigua comarca del lenguaje

En la comarca del lenguaje han habitado muchos cultores de la oratoria, un arte en retirada. No cualquiera tenía o tiene ese don de la palabra brillante. Para discursear con profundidad y fluidez era y es esencial cultivarse, leer, escuchar, dialogar; antaño no había teleprompters (apuntadores electrónicos) ni dispositivos digitales.

Acá, en nuestra América, hubo estadistas de tonelaje, personalidades elocuentes, líderes de fuste, tribunos de gran envergadura: José María Velasco Ibarra, Alan García Pérez, Arturo Alessandri Palma, Eduardo Frei Montalva, Salvador Allende Gossens y varios más que no admiten comparación con determinados ejemplares petulantes y fastidiosos que intentan imitarles sin merecerlo, sin experiencia ni estatura. Orar no es sinónimo de horadar; orar es: invocar, implorar, suplicar, pedir, encomendarse a lo más sagrado del pueblo; es construir un puente de credibilidad con el ciudadano.

La gente se cansó de la palabra vacía

La oratoria convincente y seductora del viejo líder es solo nostalgia, recuerdos y silencio. Las redes sociales han apagado aquellos discursos de fuego mediante diatribas y mentiras mal escritas y peor pronunciadas. En los medios reina la imagen-basura con su doble reflejo de luz y sombra, mientras las asambleas partidistas permanecen frías y vacías. 

El avance tecnológico de las comunicaciones, la proliferación de dispositivos, plataformas y aplicaciones digitales, ha dado paso a una fase distinta en la relación gobernante-ciudadanía. El tiempo de los grandes tribunos huyó de las avenidas bulliciosas y de las urbes asfixiantes. 

Si ayer un orador con pretensión de líder quería encantar debía vestir de soles la palabra y seducir con su gestualidad. Hoy los falsos profetas, -herederos de la incultura circundante-, ni siquiera son mirados de reojo cuando aparecen en las pantallas de celulares y televisores.

La credibilidad perdida 

En tiempos modernos, el viejo caudillo orador honesto y consecuente es un personaje extraño, un espécimen prediluviano en extinción. Tampoco logra entusiasmar ese agitador de asambleas estudiantiles devenido en figura actoral desvencijada, maquillado a lo mimo, diestro en recitar monsergas periódicas, rutinarias y contradictorias. A este personaje que se esfuerza por lucir como estrella fulgurante, se le exige –con razón– una dosis alta de contenido sólido y mucha, mucha, credibilidad. Y esta es precisamente la carencia mayor de aquel pseudo-ídolo que después de ser ungido, ya aposentado en el sillón del poder, no sabe cómo convencer al pueblo que le instaló allí para servir, para trabajar por el bien general de la comunidad; no para divagar ni para reposar en ‘modo holgazán’. 

La gente de esfuerzo se cansó de oír esa prosa poética distractora que emana de la boca del diletante perdido en su océano de contradicciones y de escucharle cómo repite cifras y relata cuentos disfrazados de cuenta pública o de mensaje oficial. 

La sociedad de las utopías desquiciadas 

En una sociedad de utopías desquiciadas no debiera sorprender que la ciudadanía sea conducida por personajes que se acostumbraron a retorcer el lenguaje para mentir, como si fueran jerarcas de viejo cuño o adolescentes inmaduros con poder. Diosdado Cabello y Nicolás Maduro son ejemplos vivientes de lo expuesto. No son los únicos; en estos lares también los hay en abundancia y están cerca.

Un conductor inteligente debería incentivar los espíritus ciudadanos para emprender unidos la tarea común, impregnando su discurso de ideas contundentes. Es imprescindible esa conjunción armoniosa de pensamiento elevado, contenido claro, emoción auténtica y voluntad de acción. ¿Será posible recuperar la mística y credibilidad social perdida? ¿Estos hablantes inexpertos tendrán conciencia de que al final son victimarios culturales de su propio ser?

Jorge Varela
03 de septiembre del 2024

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