Hugo Neira

Conversando con Juan Domingo Perón

Populismos. ¿Neofascismos o neodemocracias? (2)

Conversando con Juan Domingo Perón
Hugo Neira
17 de noviembre del 2019


En algún momento de mi vida, que comienza a ser longeva, conocí a Juan Domingo Perón. No fue un acto voluntario, sino la casualidad. En los años últimos de Francisco Franco, yo residía en España para concluir una tesis francesa, y como investigador en Sciences Politiques de París, me facilitaron ser residente de la Casa Velázquez, amplia casona en el campus de la universidad de Madrid, dedicada a dar alojamiento a personal académico, y a artistas y pintores venidos de Beaux Arts (Bellas Artes). Era sabido que Perón vivía en España, pero me parecía un personaje inalcanzable para mi modesta persona. Sin embargo, el azar hace bien las cosas. 

Ocurría que los jóvenes estudiantes en Madrid se habían declarado en huelga. El poder franquista los intimidaba con una amenazante ley. Si suspendían clases, el Ejército iba a ingresar en el campus. Ahora bien, entre ellos había juristas y decidieron llenar las aulas de otra manera. Al no contar con figuras españolas, dado el temor a las represalias del gobierno de Franco, se les ocurre buscar entre los residentes extranjeros, gente que se atreviese a dar lecciones, conferencias, etc. Fue así como me encontraron en la Casa Velázquez y me rogaron que diera unas cuantas clases. Y como yo era formalmente un «americanista», se nos ocurrió un tema, explicar qué era la Argentina de Perón a esa España franquista y no franquista. Y así fue.

Al terminar la última lección, se acercaron unos muchachos que resultaron ser montoneros argentinos en el exilio. Y me dijeron: «Escucha Neira, ¿cómo vos comprendes lo que es el peronismo y no sos argentino?» Y luego: «Se lo vamos a contar a Juan. ¿Querés conocer a Perón?» Francisco Franco había acogido al exilado Perón, quien vivía en Madrid, no muy lejos, en Puerta de Hierro, zona residencial con palacetes. Y en una de ellos, Perón, con todos los cuidados y privilegios de un gran político y estadista, en mansión gigantesca.

Perón me recibió. Conversamos. Era un hombre cordial, sereno, sapiente de su propio carácter, absolutamente simpático y sonriente. Se tomó un buen rato para pasearme por salas y jardines. Y llegamos a un lugar espacioso en que tenía su despacho y escritorio, y paredes enteras con anaqueles que guardaban los documentos oficiales de su último gobierno. En otras palabras, la historia viva del Estado argentino con Perón. Y vista su cordialidad, me atreví a pedirle su autorización para volver alguna vez y leer esos documentos. Me dio el visto bueno y regresé varias veces, sin necesidad de verlo para no incomodarlo, pero igual me dejaba trabajar y luego me invitaba a tomar un té o un café. Había un mayordomo, que no lo era del todo. Un gordito, servicial y discreto, y Perón le decía «Lopecito». Años después supe que José López Rega —llamado también «el brujo»— era el expolicía que cuando vuelve con Perón a la Argentina será el creador de la Triple A, destinada a limpiar de «guerrilleros marxistas» las filas de la juventud peronista. Un asesino. En esos días, el amable López Rega nos servía el café. 

Cuento aquí la casualidad de ese encuentro para explicar lo que sigue. El director de la Casa Velázquez se asombró de esa relación con Perón, y lo hizo saber a profesores de París. Y así, dos académicos deciden viajar a Madrid para conocer personalmente a Perón. Uno de ellos, el mayor de edad —en ese momento gran profesor en la Sorbona que se ocupaba de la América Latina—, François Chevalier, historiador, que había vivido muchos años en México. En ese 1969, era lo que llaman los franceses, un mandarín. O sea, una autoridad en un campo del conocimiento. Su libro, América Latina: de la Independencia a nuestros días, está traducido y publicado por el Fondo de Cultura Económica de México. El otro viajero era Alain Rouquié, joven chercheur (investigador) que comenzaba una brillante carrera. Los libros que luego escribe han girado sobre el tema de Los Estados militares en la América Latina, 1982. Y A la sombra de las dictaduras (2010), y El siglo de Perón (2016, para su versión en francés), libro que comentaré, de extrema actualidad vista la crisis en Chile y en Bolivia.

Llegaron a Madrid y los llevė en mi coche a la casona de Puerta de Hierro. En el camino les escuchaba decir del peronismo, que si el justicialismo, que si los descamisados... y así por el estilo. Llegamos y nos esperaba Perón. El ritual de siempre, el paseo por oficinas y espacios dedicados a documentos, pero esta vez el paseo incluía una vasta sala donde se había colocado una maqueta de la geografía de Vietnam, por entonces en guerra con los Estados Unidos. Perón usaba, como en las casas de juego, una larga pala con la que removía no bolas, sino soldados de plomo y tanques. Uno de nosotros —creo recordar que fue Rouquié— le preguntó por qué le interesaba tanto cómo les iba a los norteamericanos en Vietnam. Y Perón nos respondió: «A mí me bajaron del caballo».

Y luego nos explica cómo los «consejeros militares», al inicio unos 15,000, habían pasado a 500,000 hombres, pero los comandos de Ho Chi Minh les estaban dando una paliza. Y en efecto, meses después, en junio de 1969, comenzaron las tropas americanas a replegarse. Continuaron los ataques aéreos pero no se gana una guerra solamente desde el aire. Esa conversación no la olvidé, los hechos que siguieron fue el total abandono de la presencia americana. Por una vez en su historia, los americanos perdían una guerra. 

En el momento de despedirnos, Perón hizo una de esas cosas propias del genio y humor argentino. Hacía frío, nuestro maestro Chevalier había dejado colgado su abrigo. Y para salir, intentaba ponérselo. Y entonces Perón se precipita a ayudarlo, como si fuese un mayordomo. Chevalier se confundió todavía más, y entonces, Perón le dice: «No se preocupe, profesor. En la larga guerra entre el abrigo y el hombre, yo estoy por el hombre». Años después, en novela de Cortázar, encuentro una descripción de qué es la ironía porteña, eso que llaman los argentinos, la «joda». Y recordé a Perón, lo argentino que era. Cuando te hacen la «joda», es que te quieren y juegan, pero también que te están jodiendo. 

Al regreso, mis colegas franceses volvían fascinados. Me asombraron, regresaban si no peronistas, un tanto «peronizados». Fue entonces cuando comencé a tomar en serio el poder carismático, idea de Weber, en los grandes políticos. Y en cuanto a Alain Rouquié, años después lanza en las arenas del saber académico una obra bastante heterodoxa, El siglo de Perón. En estos días, he recibido un mail de Rouquié. Está encantado por los resultados de las elecciones argentinas. «Vuelven los peronistas». Siempre sostuvo la tesis de que eso ocurriría. 

O sea, ¿somos naciones de «hegemonías democráticas»? Es un oxímoron, es decir, tendencias contrarias que se juntan. No sé si eso será bueno o malo, solo sé que se repite. Entonces, ¿somos regidos por «autocracias electorales»? Quien nos puede explicar ese concepto es Rouquié. Ha entendido, pese a ser europeo, la casuística de este lado del mundo.

Hugo Neira
17 de noviembre del 2019

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