Carlos Adrianzén

¿Cómo llegamos al bicentenario?

El fracaso económico del Perú republicano

¿Cómo llegamos al bicentenario?
Carlos Adrianzén
08 de marzo del 2021


Con Francisco Sagasti llegamos al bicentenario manejando pésimamente una pandemia y en medio de una severa recesión. En este cuadro, dos términos sellan nuestra performance: el estancamiento de largo plazo y la elevada corrupción estatal. 

Este cuadro trasciende señalar cómo vamos cayendo desde marzo del año pasado o cuán poco estábamos creciendo desde que llegó al poder Ollanta Humala. Implica –en cambio- visualizar la formidable contracción de nuestro nivel de desarrollo relativo en dos siglos. Sí, querido lector, construyendo un estimado sobre dónde pudimos haber estado al inicio de nuestra vida republicana, en términos de desarrollo económico relativo, encontramos que a lo largo de estos doscientos años se ha reducido en cerca de treinta puntos el valor estimado del PBI por persona de un peruano (como ratio del similar de un norteamericano). Nos habríamos subdesarrollado adicionalmente. Sobre este punto es valioso revisar antecedentes históricos mediatos.

Enfoquemos impasiblemente las etapas previas. Por algo más de tres siglos, parte del espacio geográfico que configura el Perú fue regido por un imperio andino: el Tahuantinsuyo. Este imperio desarrolló una economía de comando (una sociedad gobernada por un dictador). Si bien el Tahuantinsuyo configura el ejemplo, idolatrado por algunos, de un régimen socialista “avanzado”, por un larguísimo periodo, parte de nuestra mezcla étnica fue drásticamente oprimida y la opresión fue tolerada.

Tuvo que darse un proceso de conquista para que se liberasen del yugo opresor. Su atraso y falta de cohesión social fue develado en 1535, en una expeditiva conquista. Fueron avasallados por un puñado de aventureros europeos. No es de mi interés aquí irritar a los creyentes en su supuestamente extraordinario poderío, pero no existe evidencia global de éxito económico en un régimen socialista extremo (léase: un gobierno opresor de la libertad económica y política). Hoy nos sirve reconocer que esta impronta incaica no fue superada. Aún parte la idiosincrasia de un peruano de la llamada generación del bicentenario espera entusiastamente a un dictador magnánimo. Alguien que nos regale algo y para ello, lucen más que dispuestos a canjear su libertad por alguna prebenda o comodidad.

Rebobinemos: en el incanato regían las oscuridades y los costos del trueque; no existía escritura; los derechos de propiedad privada y las libertades eran avasalladas por la camarilla cuzqueña. Eso sí: la represión política del régimen era eficaz. Cualquier parecido con el Perú actual no es coincidencia. 

Con la conquista pasamos a ser territorio español; y por un enorme periodo. Con ellos, llegaron el mestizaje, la moneda, los caballos, la imprenta, la escritura y un gradual avance del comercio, las libertades y los derechos de propiedad privada. Eso sí, discrecionalmente. Y aunque, en su momento, Don José Gabriel de Condorcanqui resultaba el magnate más poderoso de Latinoamérica, los españoles se quedaron en las principales ciudades (Lima, Ica, Trujillo, Arequipa, Piura o Cuzco) explotando yacimientos. El resto del virreinato fue relegado a una institucionalidad inca o preinca. Pero para el conjunto de lo que es hoy el Perú, el salto económico y tecnológico habría sido enorme. Lamentablemente, no fuimos nada parecido a un caso de éxito. 

Observando el virreinato español en el Perú, Adam Smith jamás hubiera escrito una Investigación sobre las causas y naturaleza de la riqueza de las naciones. Los españoles instauraron reglas mercantilistas y veían a las colonias no como pujantes economías de mercado, sino como proveedores de metales preciosos. Un entorno donde los locales se adaptaron y aprendieron a hacer negocios con la burocracia. Aquí también, cualquier parecido con el Perú actual no es coincidencia. Igual que el incanato, en el virreinato, el fracaso económico estaba ideológicamente asegurado. Menores libertades sellaron tanto al Tahuantinsuyo como el territorio español en Sudamérica.

No resulta, pues, sorprendente el fracaso económico del Perú republicano. Ni la primera centuria de caudillos –con un promedio de mandato presidencial cercano a un año– y una sociedad centralizada en el Palais Concert del jirón de la Unión, como sostenía Valdelomar; ni el subsiguiente siglo de mercantilismo socialismo creciente (con la recurrente inflación del aparato estatal de detrás de cada una de las mega recesiones de 1930, 1983, 1987 y 2020-). Así llegamos al cierre del bicentenario inmersos en inacabables escándalos de corrupción burocrática.

Sí. Toda esta cronología está sellada por la corrupción de sus burócratas. Y es que la prostitución institucional de un país, resulta –por encima de todo– un fenómeno burocrático. Con servidores públicos que no resulten rapaces coimeros, o discretos coimeados o silentes cómplices, simplemente no habría corrupción. Podemos decir que si bien el Perú republicano nace con dictadores o burócratas que no tienen límites para abusar y donde los negocios se hacen con los burócratas, el proceso se habría complicado con la profundización de sus grados de socialismo-mercantilista. Bajo estas reglas no resulta lógica la esperanza de progreso. Ambos esquemas resultan globalmente sinónimos de fracaso.

Y nótese bien; nuestra historia, desde que se publican estadísticas, contrasta que la corrupción burocrática tiene tres cimientos. La corrupción es menor cuanto se le desincentiva. Y es justamente por esto que, cuanto más se inflan los presupuestos, florece la corrupción de los burócratas. Agreguémosle aquí el tercer cimiento pro-corrupción: la mayor opresión a la libertad económica (la arbitrariedad) y la política (la falta de transparencia y el control burocrático de los medios de comunicación). Como en Cuba, Venezuela o bajo la dictadura velasquista, cuanto más totalitarios son, menos huellas quedan. Ver la única figura de estas líneas:

Así las cosas, hoy, con la oferta electoral de casi dos docenas de planchas presidenciales y se venden miles de aspirantes a congresistas, ¿alguno le ha planteado quebrar el corrupto y mercasocialismo poshumalista? ¿alguno le ha bosquejado introducir instituciones limpias para castigar implacablemente a los cientos de miles de burócratas involucrados en la corrupción (y no solo a empresarios o a sus enemigos políticos)? ¿o siquiera alguno le ha hablado de recortar el tamaño del botín? 

Los peruanos repetimos que odiamos la corrupción. Pero, ¿es esto cierto? o ¿es solo una pose? Los hechos están sobre la mesa. Elegimos consistentemente candidatos –y toleramos gobernantes– procorrupción burocrática (Villarán, Toledo, Vizcarra, etc.). Ellos nunca implementan drásticos desincentivos contra la corrupción. Solo inflan el botín y quieren oprimir nuestras libertades. Sí: muchos candidatos vociferantes (como Mendoza, Lezcano, o Guzmán) tampoco tocan sus cimientos. Configuran ex ante opciones pro corrupción. 

¿Estaría la tolerancia o complicidad con la corrupción en nuestro ADN? Hoy frente a la tibieza de muchos frente al escándalo Vacunagate, me quedan pocas dudas. La tolerancia frente a la corrupción hoy nos caracteriza.

Pero existe una salida. Esta implica un camino disruptivo y doloroso. Requiere introducir incentivos anticorrupción implacables, aplicar una inflexible austeridad fiscal y consolidar tajantes libertades políticas y económicas. Y por supuesto. Podemos seguir engañándonos con el circo político de la lucha anti-corrupción políticamente selectiva.

Carlos Adrianzén
08 de marzo del 2021

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