Hugo Neira

Ayahuasca, shipibos: protección y distancia

Sobre el asesinato de Olivia Arévalo, la curanderas amazónica

Ayahuasca, shipibos: protección y distancia
Hugo Neira
07 de mayo del 2018

 

Si alguien conoce a fondo la cultura amazónica es Róger Rumrrill. Lo conozco de toda la vida. Y tiene razón en decir que «el asesinato de la maestra curandera shipibo-conibo-shetebo Olivia Arévalo ha puesto en el centro de la atención nacional temas como el shamanismo y mercantilización del alucinógeno ritual». De eso quiero ocuparme en esta crónica. No conozco tanto a la selva peruana como mi amigo Rumrrill, pero la conozco. Hubo un periodo de mi vida en el que, trabajando para el Estado, fui repetidas veces a ese mundo tan distinto del andino y del costeño. Y distinto del mundo.

Tengo la impresión de que el tema amazónico peruano (Ecuador, Colombia y Brasil, son también países con Amazonía) se ha vuelto más complicado. Vivimos una era en que se tiene las ventajas de la mundialización, pero también sus desventajas. Hay más gente que viaja por el mundo. De modo que el asunto de Olivia Arévalo, su asesinato a sus 81 años, se mezcla con la ayahuasca, los conocimientos tradicionales del pueblo shipibo y Sebastián Paul Woodroffe, un canadiense que, al decir de los diarios, se había instalado en el Perú selvático. No falta, además, un colombiano y el Ministerio de Cultura del Perú, por eso de los cantos sagrados del pueblo de la víctima. Y por lo visto, un alegre mercado de armas porque el canadiense, su pistola Taurus de calibre 9 milímetros, la pudo comprar a un policía de Pucallpa. O sea, ya tenemos en la espalda de los Andes y de la costa un alegre Far West medio charapa.

No voy a opinar ni a favor ni en contra del linchamiento. Lo que me inquieta son dos cosas. Por un lado, en este país, en el que viajar es todavía complicado —puede que el chofer del ómnibus esté borracho— el que menos habla con naturalidad de la Amazonía, como si el crimen se hubiese hecho en Barranco. Por el otro lado, cuando se toma conciencia de que ese no es un mundo que conocemos, se nos va la mano en darle un aire de misterio. «Asesinatos y silencio indígena», dice un diario de Lima, a cinco columnas. O sea, las mujeres, madres o esposas de los lugareños, ¿se iban a poner a hablar como cotorras, delatando a sus próximos? Si el crimen hubiese ocurrido en un barrio de Nueva York, hubiera pasado lo mismo.


A lo que voy. Los shipibos, jíbaros, madijas, matsigenkas y shawis —me canso de ponerlos en esta lista—, son 51 etnias, sin contar las andinas, y algunas están aisladas. Lo que voy a decir es algo que conocen a fondo los etnólogos, y no todo el mundo. Los «originarios» —el nombre que hoy se les da, en la antropología del siglo XX se les llamaba «sociedades primitivas»— son profundamente diferentes a las sociedades modernas. Voy a enumerar algunas de las diferencias. Seguiré la exposición de Pierre Clastres. Las llamó «sociedades sin Estado»*.

1. Son grupos humanos que dominan el medio ecológico, sin agotarlo. Los que llamamos «salvajes» producen para vivir, no viven para producir. No hay economía.

2. Son sociedades contrarias al trabajo. Los tupi-guaraníes labran la tierra dos meses cada cuatro años. Y así también los yanomamis y otros pueblos arcaicos.

3. Son sociedades contrarias a las innovaciones. Por absurdo que nos parezca. Por eso, Lévi-Strauss establece una diferencia. «Sociedades frías, sociedades calientes». Las nuestras son «calientes». Pasan cosas, gobiernos, modas, revoluciones. En las sociedades frías, no necesitan nuevas herramientas.

4. Tienen jefes, pero sin poder. No aceptan jefes. Sin embargo, nombran uno cada año. Cuando un etnólogo fue a felicitar en una tribu de la Amazonía brasileña al elegido, este le dijo que él no quería el cargo, pero no podía rechazarlo. Resulta que él tenía que decir en qué fecha deberían ir a cazar, cuándo deberían emigrar, y equivocarse le podía costar la vida. Además, tenía que dar fiestas e invitar a la aldea entera. El etnólogo le contestó que había visto que tenía no una, sino dos mujeres. Y el indígena le contestó que una era su mujer de siempre, y la otra, una más vieja y que venía para ayudarlos a cocinar para toda la aldea. (Clastres, La sociedad contra el Estado, 1974)

5. Las tribus y las etnias están, en general, en guerra perpetua. Es el punto de vista de Lévi-Strauss. Clastres tiene otra visión. Lo que cuenta es el intercambio, no la guerra.

6. ¿Para qué viven entonces? Para tener tiempo. El tiempo del ocio. Un poco, «el derecho a la pereza», la teoría de Paul Lafargue. El yerno de Karl Marx.

7. No solo son sociedades sin Estado, sino contra el Estado. Están en contra de la jerarquía, de la producción excesiva, de la desigualdad que aparece solo cuando una sociedad deja de ser etnias y se vuelve Estado.

¿Inconvenientes? Muchos, posibilidad de hambruna, dependencia del clima. Reducción de la población. Mezclarse con la sociedad dominante. Perder su cultura.

Se entiende que la actitud de la sociedad y del Estado debe ser la protección de esas sociedades arcaicas. Comenzando por admitir que sus valores son distintos. Se entiende que mucha gente ha idealizado estas sociedades (drogadictos, aventureros), los que buscan la salvación en el exotismo religioso, por ejemplo, en el rito de la ayahuasca. Es al revés: quien tenga problemas psíquicos, la pasa muy mal. Los que están sanos no la necesitan. Cuidado con el turismo perverso.


*
Mi doctorado en Ciencias Sociales en París me impuso, también, cursos sobre filosofía y antropología. Tuve dos ciclos con Lévi-Strauss, muy reservados. Algo así como estudiar matemáticas con Einstein. Clastres está traducido al castellano. Lo mismo, Lévi-Strauss. Recomiendo su Tristes trópicos, sobre su estadía en medio de los bororos, tribu amazónica en Brasil.

 

Hugo Neira
07 de mayo del 2018

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