¿Qué pasa con la media peruana?

¿Por qué en la media peruana existe una unanimidad que abruma? Hay horarios en la noche en que no es posible el zapping en televisión por cable porque, simplemente, los programas parecen disputarse la primacía en la demolición de un sector del país. Y lo hacen como si los consumidores de información fuesen menores de edad: con argumentos elementales, deleznables. Por momentos, de tanto repetir los ataques al adversario parece que lo creyeran de a verdad. Estremece porque recuerda a ciertas sociedades justo antes de desbarrancarse en el autoritarismo.

Es evidente que toda esta ola de una prensa militante, que desarrolla propaganda y anti propaganda en vez de periodismo, y que copia los métodos y estilos del diario La República, se desató luego de la aprobación de la Ley Mulder, que prohíbe a rajatabla la publicidad en medios privados. El exceso de la norma —que debería corregirse— representa un grave error político en momentos en que la mayoría de medios entran en crisis por la muerte del papel y el fin de la primacía de la TV tradicional y la radio, frente a la digitalización.

En política hay errores más allá de la justicia de los objetivos. Es absolutamente injustificado que el Estado subsidie a los medios privados, porque sería crear una casta —al igual que la de los concesionarios del guano— de apellidos y empresas que funcionaría al margen del mercado y en base a los impuestos de todos los peruanos. Eso ya no es posible. Pero el exceso de la prohibición total y el golpe de la digitalización se sumaron para enloquecer a los dueños, que arrastraron a sus medios a una feroz guerra política.

Seguramente los académicos estudiarán el fenómeno de medios que difundían marchas que buscaban el cierre del Congreso, presentando los croquis de las protestas, las horas y todo el cronograma en general. Es toda una historia de la propaganda y la anti propaganda que ha llevado al gran pensador Hugo Neira a sostener que el Perú podría caer en el fascismo o en el chavismo. Las cosas se agravaron en extremo cuando Pedro Chávarry asumió la Fiscalía de la Nación y destrabó el acuerdo con la justicia brasileña para posibilitar las investigaciones y procesos a los implicados en el caso Lava Jato. Las mentiras y leyendas se multiplicaron al infinito, y algunos llegaron a la conclusión de que la única manera de sacar a Chávarry de la Fiscalía era cerrando el Congreso. Una media con cordura hubiese apostado a encontrar los equilibrios, a denunciar a los extremos que buscan polarizar a las instituciones y que relativizan la democracia en función de sus intereses de facción. Pero luego de la Ley Mulder pasó todo lo contrario.

Sin embargo, no todo es el Apocalipsis. Si las encuestas de Ipsos y GFK reflejarán toda la verdad en el Perú, las masas ya habrían asaltado el Congreso. Pero que las masas no quiebren la institucionalidad solo se explica porque las instituciones —pese a sus graves problemas— siguen funcionando. El Congreso destituye a los miembros del fenecido CNM, luego los inhabilita por diez años y los somete a la justicia. El Ejecutivo presiona al Congreso para que apruebe cuatro reformas y el Legislativo lo hace. El nuevo Fiscal de la Nación evita un viaje repentino de Kuczynski —al igual que lo hizo Toledo— a Estados Unidos, y la sensación es que las cosas van mal, pero todavía funcionan. En este contexto, el Congreso debería corregir los excesos de la Ley Mulder para echar aguas de malva a las hogueras.

Algo más. Los medios tradicionales no deberían olvidar algo capital: que ya no están solos, que las redes representan un big bang que continúa expandiéndose y empieza a fagocitarlo todo. Todos a corregir, pues.