LA COLUMNA DEL DIRECTOR >
Del 3 de octubre al 5 de abril
Reflexiones sobre dos momentos cruciales
El golpe del 3 de octubre de 1968, que interrumpió la democracia y empobreció al Perú, hoy comienza a ser rescatado por la ofensiva cultural del marxismo. Los videos, documentales y panegíricos, se multiplican de aquí para allá y los jóvenes de las redes pueden ser seducidos con facilidad. Sin embargo, es hora de presentar debate. Y para no ingresar a las grandes discusiones económicas y sociales que suelen envolver el tema, quizá valga la pena echar mano de algunas imágenes que pueden servir para entender la herencia del velascato.
Una de ellas tiene que ver con cuánta atracción causaba el Perú en el mundo. Antes del golpe del 3 de octubre, los ciudadanos de Japón, China y de Asia en general solían desear con vehemencia emigrar al Perú. Era una tierra que prometía. Después del velasquismo todo el mundo quería emigrar del país y se arranchaba una visa de Estados Unidos o Europa. Ningún japonés se imaginaba en una ciudad peruana.
Antes de la reforma agraria de Velasco, el Perú era una de las estrellas de la exportación mundial del azúcar y el algodón. Después del velascato, el Perú se volvió importador neto de azúcar. Incluso, en uno de los aniversarios de la revolución, Velasco tuvo que importar papa de Holanda para presentar la imagen de que nuestra papa nativa seguía por estos lares. En el Perú de entonces –como hoy en Venezuela– comenzó a faltar azúcar, papa, papel higiénico y todo lo demás. A inicios de los noventa, la democracia era incapaz de reformar el modelo velasquista. Y cuando la pobreza ya afectaba al 60% de la población, la gente comenzó a comerse a sus perros y gatos.
No hay cifra económica o social, y menos política, que justifique el velascato. Todo desapareció: la agricultura, la pesca y la minería. Sin embargo, ¿cómo así la izquierda desarrolla argumentaciones para defender el golpe del 3 de octubre? Se suele señalar que Velasco liquidó el Perú oligárquico y acabó con la exclusión racial.
No se puede negar que en el Perú de ese entonces existía el gamonalismo serrano y el racismo, que convocaban las iras de los indigenistas y de novelistas recordados. Sin embargo, el proyecto estatista no solo pretendió acabar con los rezagos coloniales, sino también con el capitalismo. Si había rezagos oligárquicos y el racismo soplaba en la sierra, era solo por la falta de capitalismo. No había otra explicación. Por ejemplo, la agricultura moderna, productiva y competitiva de la costa debió ser preservada y promovida a cualquier costo. Se pudo haber creado un sistema tributario que premiara la productividad y la reducción de pobreza, y que castigara a los latifundios improductivos de la sierra. Pero el anticapitalismo primó –a diferencia de las reformas agrarias del Sudeste asiático– y el Perú fue arrojado al abismo de la falta de libertades políticas y económicas.
Pero lo más grave con respecto al velasquismo es que la democracia en los ochenta –es decir, las administraciones de Belaunde y del primer alanismo– no se atrevieron a reformar el modelo estatista, y la economía se convirtió en sinónimo de déficit fiscal e hiperinflación para solventar la planilla de más de 200 empresas estatales. La civilidad política fracasó en el intento de reformar la economía y preparó el camino del 5 de abril y el fujimorato de los noventa. Fujimori pulverizó a combazos el velascato, pero sacrificó la libertad política.
El cierre inconstitucional del Congreso del 30 septiembre antecedió a la actual megarrecesión, y los defensores del velascato comienzan a señalar que es hora de “replantear el consenso alrededor de la economía neoliberal”. Ojalá que el Perú logre superar este trágico péndulo que nos lleva de un poco de capitalismo hasta el anticapitalismo total. Finalmente, la historia nos dice que todos nuestros problemas provienen de la falta de capitalismo.
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