LA COLUMNA DEL DIRECTOR >
Castillo sin sombrero
La delicada situación del primer magistrado de la República
Cuando el presidente Castillo dejó de usar el sombrero, de alguna manera, todos imaginaron que se trataba de un nuevo momento. Finalmente, ese sombrero chotano, que no se desligaba de la testa presidencial, parecía ser parte del libreto que buscaba presentarlo como el jefe de Estado de los Andes, del mundo rural, de los chotanos, de los excluidos. Sin embargo, Castillo debió quitarse el sombrero porque este comenzó a ser asociado con los cuatro gabinetes fallidos en menos de seis meses y el desgobierno nacional que se extendía en el país. El sombrero ya era sinónimo de desmadre.
Cuando el hombre se quitó el sombrero, se desataron las declaraciones de la señora López y, al margen de cualquier punto de vista, todos entendieron que el presidente no debería estar en el cargo. No obstante, en el Congreso no existen los votos para una eventual vacancia y ha comenzado un proceso de acusación constitucional por traición a la patria, igualmente de desenlace incierto.
Lo cierto es que no hay vacancia para los próximos días, sin embargo, la situación de Castillo se convertirá en asunto de debate nacional. La propia acusación constitucional demandará varias semanas de esclarecimiento público, de imputaciones y descargos. Todo indica que la presidencia de Pedro Castillo continuará debilitándose y el desenlace llegará tarde o temprano.
Si bien el Perú se ha salvado de la asamblea constituyente, al menos por ahora, nada asegura que los males no se presenten en el futuro. Con un político más ducho y sagaz que Castillo quizá hoy no podríamos sostener que el Perú se ha salvado.
Por todas estas consideraciones una de las cosas más importantes para desarrollar una terapia efectiva frente a la tragedia es procesar un balance sobre cómo, error tras error, se dibujó el desastre actual.
Un hecho incuestionable es que, sin el apoyo del progresismo al proceso de desinstitucionalización del sistema republicano, de ninguna manera el comunismo habría llegado al poder. Hasta hoy ninguno de los representantes del progresismo ha desarrollado una autocrítica del proceso, ni ha llegado a sostener que para cualquier demócrata detener al comunismo ortodoxo es un deber moral. El progresismo quiere seguir jugando al equilibrio, al fiel de la balanza entre el comunismo ortodoxo y la “llamada ultraderecha”. Una posición cómoda que posibilita un pragmatismo sin virtudes.
De otro lado, la alta mesocracia nacional –sobre todo la limeña–, que prefirió irse de viaje, “preservar su dignidad”, antes de mancharse con el voto, debería entender que votar mal nos puede costar el país, nuestro futuro, nuestras propiedades y nuestra libertad. Si las élites nacionales no perciben ese dato de la realidad, entonces nada habrá cambiado.
Finalmente, la derecha peruana debería entender que la falta de ideología y cultura en sus filas es la causa principal del desastre. Si todos hubiesen entendido –desde el punto de vista de la ideología– qué tipo de amenaza representa el comunismo ortodoxo, entonces no se hubiesen atrevido a fragmentarse en tres candidaturas alegres y frívolas. El sentido de urgencia, de tragedia, habría impuesto la unidad.
En resumen, el relevo de Castillo del Gobierno no debe ser un simple cambio de un sombrero por otro. Debe significar un cambio de narrativas, de relatos, de cultura, de régimen político para que el comunismo nunca más vuelva a destrozar el país.
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