Martin Santivañez

Primarias antifujimoristas

Primarias antifujimoristas
Martin Santivañez
19 de febrero del 2016

Análisis de la naturaleza del anti

El principio sobre el que está construida la candidatura de Julio Guzmán es el mismo sobre el que se levantó el débil gobierno de los Humala: el antifujimorismo. El Alfa y el Omega de Guzmán es el odio a Keiko Fujimori. Más allá del proyecto progresista de los podemitas morados, más importante que su entraña cripto-caviar, incluso que ese reformismo falazmente institucionalista, la ola morada es maniquea porque se funda en el odio a un movimiento que representa las aspiraciones de un tercio del electorado nacional.

La primera vuelta equivale a unas primarias antifujimoristas. Todos los participantes fomentan en mayor o menor medida la matriz del antifujimorismo. Este es el punto común que comparten los humalistas del fracasado nacionalismo, los villaranistas de la revocatoria perdida, los acuñistas del plagio comprobado y los liberales de bragueta vacilante. El elemento de cohesión es el rechazo irreductible a Keiko Fujimori no en función a sus propios actos sino a la herencia de su apellido.

Triunfar en la primera vuelta pasa por colgarse la medalla del antifujimorismo. Por eso todos los candidatos empezarán a disparar sobre Fuerza Popular intentando fortalecer una tendencia sólida que divida al país en dos bloques diferenciados, como hace cinco años. Esta división artificial ha sido promovida desde la caída de Fujimori por los liberales que emulan a Vargas Llosa y por ese sector caviar de nuestra política que siempre ha sabido beneficiarse del sectarismo para infiltrar a los candidatos improvisados. Trasladar el odio del padre a la hija constituye, para este sector profundamente maniqueo, una forma efectiva de galvanizar a la oposición. Este odio se transforma en un motor discursivo que reemplaza a las propuestas sobre los problemas reales del país. Así, el odio es más fuerte que la búsqueda de soluciones.

Cuando el odio político se presenta como un factor esencial en una contienda electoral, el gobierno está perdido de antemano. El partido que venza, el movimiento que coyunturalmente alcance el poder, en cuanto acceda a Palacio, tras pisotear al sujeto de su odio, descubrirá que es incapaz de implementar un plan de gobierno por la sencilla razón de que no lo tiene en absoluto. El odio no es un plan eficiente para el Estado.

Los peruanos sabemos muy bien qué sucede cuando el programa de gobierno consiste en  perseguir al enemigo. Villarán lo hizo. Y la mediocridad humalista se fundó en dos grandes columnas: el antifujimorismo (muy pronto antiaprismo) y el plagio de las políticas sociales brasileñas. Todos hemos tenido que padecer un lustro perdido porque la pareja presidencial llegó por el voto antifujimorista y gobernó en función al odio político. Ahora bien, este odio está condenado a la esterilidad. Por eso el humalismo no deja una herencia tangible y sus errores opacan los pocos aciertos de su gestión. El odio fanático e intolerante es un pésimo consejero y siembra desgobierno, sectarismo e ineficiencia.

Julio Guzmán ha decidido enarbolar el estandarte del odio al proscribir a un tercio del país y declararse, como tantos otros caviares, la conciencia moral del Perú. El fariseísmo político tiene un alto precio que se transforma pronto en una culpa compartida. Guzmán es la prolongación del odio que tanto daño ha hecho a nuestra patria, una aversión exaltada que muestra los dientes en estas primarias, aunque llegado el tiempo del gobierno se muestre inoperante para actuar.  

Por Martín Santiváñez Vivanco

 
Martin Santivañez
19 de febrero del 2016

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